Cosmogénesis

Negro…

Vacío…

Silencio…

Ausencia de vida…

Nada absoluta…

De pronto, como quien despierta sobresaltado de una intensa pesadilla, ella abrió los ojos de par en par con las pupilas grandes, hermosas, intensas y doradas brillando tras un abundante y espontáneo mar de lágrimas.

Confusa, parpadeó varias veces intentando entender qué ocurría, sacudiendo con ese gesto el descomunal entorno vacuo y desprovisto de vida que la envolvía cruelmente; a su vez las lágrimas cayeron como colosales y violentos torrentes que rompieron la negrura del silencio, sentando las bases para algo nuevo en el proceso.

Un suspiro que viajó desde lo más profundo de su ser, cruzando con avidez y recorriendo frenéticamente su interior hasta ser expulsado por su boca, llenó mágicamente la reinante oscuridad de una infinidad de esferas brillantes que centellearon por doquier, llenándola de una nueva esperanza.

Poco a poco tomó conciencia de todo su ser –como ya había ocurrido infinidad de veces antes– sus manos, los principales artífices de todo se pusieron en marcha para dibujar un nuevo universo. Ya no recordaba cuántas veces había ocurrido o cuántas veces todo había vuelto a su comienzo, sin embargo tenía una cosa clara: esta vez todo sería distinto, esta vez sería la definitiva, la última.

A pesar de su decisión, una voz familiar, proveniente de algún punto desconocido tras de sí le susurró al oído: “Una vez más, tú comienzas el ciclo y yo lo termino, hermana.”

Sus omnipotentes manos ahondaron con titánica fuerza en el interior de su útero caliente, a través de las capas de piel divina, de la carne mística, de sangre de la creadora, de donde extrajo la más brillante estrella de todas las estrellas: su propia alma. Una vez más, el fulgor de la creación centelleó frente a sus omniscientes ojos en un baile hipnótico, frenético y ávido de SER. Sus poderosas manos se asieron con firmeza a ambos laterales de la resplandeciente esencia divina para partirla en dos. Un gemido de dolor restalló a lo largo y ancho de aquel nuevo universo que estaba naciendo. Trece chispas celestiales salieron despedidas difuminándose en la negrura.

Sobre la palma de su mano izquierda refulgía la esencia del cosmos. “Sansāra…” susurró la creadora.

Sobre la palma de su mano derecha resplandecía la esencia del caos. “Avyasthā…” murmuró la creadora.

Simultáneamente, ambas estrellas tomaron una nueva forma cada una, similar a la de la creadora y ella, con su sabia e imponente pero maternal voz les habló:

“Sansāra, con el poder con el que has nacido, deberás dar forma a tres elementos: primero, la diacronía, para que la historia del universo pueda sucederse. Segundo, los seres vivos, para que puedan dar continuidad a la historia del universo. Y tercero, la razón, para que los seres vivos aprendan, se desarrollen y mejoren el universo y la historia.”

“Avyasthā, con el poder con el que has nacido, deberás dar forma a tres elementos: primero, el espacio, para que la historia tenga un lugar organizado en el que ocurrir, un lugar en el que habrá mundos donde vivirán los seres vivos. Segundo, la muerte, para que haya siempre un equilibrio de almas en todos los mundos. Y tercero, la pasión, para que los seres vivos además de pensar sean capaces de sentir.”

Y así fue:

Sansāra partió en tres su alma. A la primera parte la llamó Vinqat quien tejió el pasado, el presente y el futuro. A la segunda parte la nombró Woven quien forjó la vida. Y a la tercera parte la bautizó Giswus quien ideó la razón.

Avyasthā partió en tres su alma. A la primera parte la llamó Bakasuron quien dibujó el espacio. A la segunda parte la nombró Durgon quien personificó a la muerte. Y a la tercera parte la bautizó Lavanon quien creó los sentimientos.

Y así se formaron uno a uno los orbes que se juntaron alrededor de la estrellas, creando las galaxias infinitas todas ellas, dando así punto final al nacimiento del nuevo Universo. La Creadora, observó con su sabia y maternal mirada aquella esplendorosa obra que habían creado ella y sus descendientes. Los orbes crecieron, desarrollaron historias, los seres vivos aprendieron e hicieron del Universo su hogar.

Con el paso de las eras, la Creadora se colmó de dicha, hasta que un día, la voz oscura que venía de algún lugar lejano, detrás de ella, susurró de nuevo: “El ciclo llega a su fin” y una estrella se apagó arrastrando al olvido todos los orbes que la rodeaban, condenando a la oscuridad a todos sus seres vivos, devolviendo su existencia a la nada más absoluta. La Creadora no iba a permitirlo esta vez. Buscó el origen del que provenía la voz fatal por todo el Universo y más allá. Recorrió todas y cada una de las galaxias, miró tras la infinidad de estrellas y en el interior de los incontables orbes, sin suerte. Y la voz susurró de nuevo: “Los orbes deben volver a la nada” y otra estrella fue sepultada bajo el manto del final llevándose todos y cada uno de los orbes de sus cercanías. Fue entonces cuando la Creadora reconoció el lugar del que provenía la voz de la destrucción. Se giró y detrás de ella la vio: un ser divino, parecido a ella, con brillantes ojos plateados que se clavaron en los de la Creadora con fiereza.

¿No me recuerdas? –habló

-¡Hermana! –contestó la Creadora

-¡Así es Sārva! –continuó la diosa de ojos plateados– Soy Sūnya, la Nada. Ya sabes cuál es mi cometido.

-¡No por favor! ¡Otra vez no! –protestó Sārva a la vez que su dorados ojos se llenaron de cólera

-Pero así ha de ser. –resolvió Sūnya apuntando con su poderoso dedo índice de la mano derecha a otra estrella de la lejanía que se extinguió borrando otra galaxia más– Es como funcionan los ciclos divinos: tú creas y yo destruyo.

-¡Esta vez no! –rechazó Sārva llevándose su dedo índice frente a sus labios para besarlo con suavidad. Acto seguido se lanzó sobre Sūnya y posó su dedo encantado con magia divina sobre su frente. Los párpados de la Destructora cayeron pesadamente sobre sus resplandecientes ojos y quedó sumergida en un profundo letargo del que jamás debiera despertar.

Sārva tomó en brazos a Sūnya recostando su cabeza sobre su pecho. Las lágrimas comenzaron a caer de sus dorados ojos en muestra de desesperación y dolor. Seguidamente, dando uso a sus omnipotentes manos Sārva rasgó el tejido del Universo abriendo un portal que llevaba a un lugar prohibido, allende de los tiempos, del espacio, de la vida, de la muerte, el lugar donde abandonaría a Sūnya para que no pudiera regresar y seguir con su destrucción. Después cosió la herida del Universo con sumo cuidado para que nadie supiera de la existencia de ese lugar ni de su hermana.

«Espero que puedas perdonarme» murmuró con la mirada inundada.

 

Tras aquello, Sārva decidió retirarse a uno de los orbes que más le gustaba para disfrutar de la eternidad rodeada de sus preciadas creaciones. De esta forma el Universo y todos los seres vivos seguirían progresando y ella podría ayudarlos.

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