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Otro fragmento de los Sueños de Onyria. Esta vez la acción no transcurre en Onyria, sino en otro orbe. Una boda ni más no menos. Si algún día termino de escribir esta locura, este sería el primer capítulo. ¡Disfrutadlo!

Redoblaban campanas de júbilo por toda Eorde, pues en el Reino de Ephiria celebran las tan anunciadas nupcias del Rey Loire y la Princesa Yrena. Las cuatro torres esquineras del Palacio de Ephiria habían sido engalanadas con cuatro grandes banderas rojas cuyos bordes estaban cuidadosamente trabajados con filigranas florales de hilo dorado, obra de los artesanos de la corte que siempre trabajaban con gran arte. Las banderas mostraban con esplendor y orgullo el blasón de la Familia Real de Ephiria: en el centro un obelisco alto y puntiagudo coronado por un cuarto creciente blanco como la nieve y en la parte cóncava de la luna, lucía una generosa estrella mágica de cinco puntas con una de estas apuntando hacia abajo; todo ello exhibido sobre un fondo con forma de escudo protector ladeado de varias estrellas pequeñas bordadas a lo largo de su perímetro. Y para rematar a ambos lados del escudo se podían ver dos angelicales y majestuosas alas blancas abiertas de par en par.

Músicos de toda Eorde estaban repartidos por todo el palacio tocando en una armonía perfecta para honrar los esponsales del Rey y la Princesa. Las mandolinas, las bandurrias, los bodhrán, los acordeones, las harpas, los laúdes, las flautas y los silbatos de estaño se mezclaban con gracia y grandilocuencia invitando a los presentes a festejar, bailar y disfrutar del gran día. El palacio rebosaba de una calidez divina pues la alegría colmaba los corazones de todos los que habían sido llamados a asistir al enlace. Archiduquesas, Duques, Marquesas, Condes, Vizcondesas, Barones, Sires y Señoras de todo Eorde llenaban la sala principal del Palacio Ephiria; además no sólo la nobleza se había personado, sino también muchos de los habitantes de la capital se acercaron al lugar, pues la Princesa Yrena expresó el deseo de compartir su felicidad con todos y cada uno de los habitantes del mundo de Eorde.

En la sala principal del palacio se había dispuesto un fabuloso altar de mármol, decorado con telas rojas y moradas, los colores de la Casa Real de Ephiria y de la Princesa Yrena respectivamente. En ambos extremos del altar había dos grandes ramos de flores variadas, de entre las cuales, en la parte más alta sobresalían cuatro hermosas rosas rojas. En el centro del altar sobre las telas reposaba una cinta de seda blanca, junto a una vasija tallada a mano de una calabaza y dos vasitos de trago hechos de un cristal fino y colorido.

A la espera de la llegada de los novios, algunos invitados murmuraban disimuladamente y otros comentaban alegres sobre la fabulosa iluminación de la sala, producida por el efecto de los rayos del sol que entraban por los magníficos rosetones con decoraciones florales que vestían las paredes de casi toda la estancia. De pronto, la música que sonaba alborozada por todos los rincones del castillo se detuvo al igual que el potente y jubiloso tañido de las campanas de palacio. Los asistentes detuvieron sus conversaciones en seco para prestar atención al umbral de entrada a la sala; todo el palacio y la capital quedaron en un silencio solemne que precedería a la celebración.

La primera en cruzar el umbral de la sala fue Haba, la Vestal de Sansāra, quien oficiaría el enlace. Era una bellísima joven cuya piel era color canela, tenía el rostro redondeado, una nariz recta y regia, unos preciosos y enormes ojos verdes que brillaban con serenidad, una larga melena de ébano, bien rizada y frondosa cubierta por un velo de tul blanco que tenía engarzados con gran destreza varios pequeños brillantes blancos; además, la muchacha poseía un porte elegante y suelto. Llevaba un vestido blanco que dejaba sus hombros al descubierto al igual que sus pies que llevaba descalzos; en la cintura tenía una gallarda y gruesa cuerda dorada anudada a su lado derecho que le daba un aire excelso. En sus brazos, concretamente a la altura de los codos, llevaba dos manojos de elegantes aros dorados que tintineaban a cada paso que daba. De su cuello, colgaba una discreta joya de cristal tallada en forma de lágrima con una cadena también de oro. En su mano derecha sujetaba un ramo de brezo de lavanda blanco. Caminó hasta estar frente el altar, una vez delante se arrodilló y unió sus dos manos situando el brezo de lavanda blanco a la altura de su frente. Cerró los ojos y rezó. Rezó al Señor del Cosmos, Sansāra para que bendijera el lugar, la ceremonia que iba a sucederse, los futuros esposos, los asistentes y todos los habitantes de Eorde no presentes. Cuando terminó, se levantó, separó las ramas de brezo de lavanda blanco y las dispuso ceremoniosamente una a una, de izquierda a derecha sobre las telas rojas y moradas del altar. Después lo rodeó y se puso frente a éste mirando a los asistentes. Retiró de su pelo con delicadeza, el velo de tul blanco que retorció hasta convertirlo en una cinta ancha; después, usando ambas manos juntó su espesa y negra melena en una cola que ató con la cinta de tul tras lo cual posó las palmas de sus manos sobre el altar y con aire solemne pronunció: “¡Qué dé comienzo el enlace!”

Fue entonces cuando el Rey Loire de Ephiria entró al salón principal a la vez que los músicos de toda la corte retomaban su tarea, no obstante la melodía que ahora tocaban era una honorable y rítmica marcha militar cuyo compás acompañó a su Majestad hasta el altar. El monarca desfiló elegante luciendo un atuendo ceremonial especialmente diseñado para ocasiones de tal importancia. Se trataba de una armadura plateada con todos y cada uno de los bordes que conformaban las articulaciones, decorados con hendiduras de oro. La armadura estaba formada por un gorjal que llevaba cuidadosamente grabado el escudo de la familia real sobre cada uno de los pectorales. Las hombreras en sus extremos laterales estaban copadas por unos picos, un tanto curvados hacia adentro, en forma de alas de las cuales colgaba una tela fina y elegante de color rojo a modo de capa. La loriga terminaba en un volante de cuero teñido de dorado y rojo, bajo el cual el rey llevaba un sobrio pantalón negro. También portaba unas grebas y unos escarpines puntiagudos y distinguidos. En su cabeza, el rey portaba una vistosa corona de plata que quedaba especialmente harmoniosa con su larga melena ondulada y rubia. El Rey Loire de Ephiria se paró frente al altar y sonrió a modo de saludo a la Vestal quien le devolvió la sonrisa con un deje de alegría en la mirada. Haba, alzó su mano derecha en el aire e hizo un ademán rápido cerrando el puño, a lo que los músicos respondieron rebajando gradualmente el volumen de sus notas hasta quedar de nuevo en silencio. La Vestal posó otra vez ambas manos sobre el altar y una nueva música arrancó, siendo esta vez una alegre tonada que invitaba al baile. Siguiendo el ritmo de esta festiva música, Haba tomó la calabaza para sacudirla y acto seguido verter con gracia el brebaje que ésta contenía en uno de los dos vasitos de cristal.

Mientras Haba se bebía de un trago el contenido del vaso, la Princesa Yrena se personó en la sala cruzando el mismo umbral que su prometido. Normalmente, la fastuosa presencia que tenía aquella bellísima mujer solía acaparar la atención de todos los presentes; como era de esperar en esta aparición pública todos quedaron más que extasiados, mucho más que de costumbre. La Princesa Yrena vestía un esplendoroso, elegante y largo vestido de chiffon rojo, con un magnífico y vertiginoso escote tipo barco que acentuaba sus ya de por sí divinos rasgos físicos. Su gallarda vestimenta deslumbró al público con los sobrios volantes que colmaban la falda y con los brillantes abalorios que decoraban los bordes de la tela con motivos florales. Yrena llevaba un peinado acorde con sus galas: tenía su larga melena castaña recogida en un perfecto y esférico moño copado con una bellísima y trabajada trenza la cual había engalanado con una diadema de dalias rosadas. La refinada Infanta desfiló por la sala acompañada por el frufrú del vestido, hasta que llegó frente al altar donde su prometido la esperaba con el corazón colmado de felicidad. Yrena saludó al Rey con una sonrisa regia y se giró hacia el altar frente a Haba a quien saludó guiñándole un ojo.

La Vestal de Sansāra levantó sus manos del altar, las volteó con las palmas hacia arriba pidiendo al Rey y la Princesa que las uniesen a las suyas. Tras darse la manos, Haba pronunció solemne: “Ephirianas y Ephirianos, habitantes de toda Eorde, Damas y Caballeros, Niñas y Niños, en este venturoso día nos hemos reunido en la Sala Principal del Palacio de Ephiria, la morada de nuestro amado Rey Loire para celebrar la unión entre nuestro monarca y la Princesa Yrena. Unión que será bendecida por los poderes que me han sido concedidos como Vestal Sagrada del Todo Poderoso Sansāra.” A continuación Haba unió las manos del Rey y la Princesa, tras lo cual tomó la cinta de seda blanca que había sobre el altar y la anudó a sus muñecas grácilmente con un precioso lazo. Acto seguido la Sacerdotisa Sagrada tomó la vasija de calabaza para volver a sacudirla con brío y después servir su contenido en los dos vasitos de trago de cristal fino. Ella tomó un nuevo trago y ofreció a los novios el otro mientras habló: “Así como el brezo de lavanda blanco sobre sus colores les brindará protección contra enemigos, el color del vestido de la novia traerá prosperidad y las dalias felicidad, nueve tragos por los esposos han de ser tomados, pues la suerte los acompañará si comparten de un número impar el contenido exactamente igual para cada uno.”

Con la mano que aún tenía libre, el Rey Loire ofreció a la Princesa Yrena el primer trago quien lo bebió sin respirar, tras lo cual dejó el vaso sobre la mesa con un sonoro golpe a la vez que profería un alarido gutural y festivo. Acompañando ese gesto, los músicos de la corte volvieron a tocar una pieza jubilosa y rítmica. Haba sirvió un segundo trago en el vaso y esta vez fue la Princesa Yrena que se lo ofreció a su novio, quien con una sonrisa picarona bebió de una vez el licor, profiriendo acto seguido un escandaloso pero jaranero rugido. Continuaron ese ritual hasta que ambos hubieron bebido cuatro vasos cada uno del licor que les ofrecía la Vestal Sagrada. Así pues, Haba sirvió el noveno vaso el cual fue compartido por los novios de forma totalmente equitativa. A continuación Haba retiró la cinta de seda blanca de las muñecas de los novios y proclamó: “¡La Divina Providencia del Todo Poderoso Sansāra ha revelado que los novios tendrán una vida próspera y feliz! Así pues, por el poder que me ha sido otorgado, yo Haba, Vestal Sagrada de Nuestro Señor del Cosmos, os declaro Unidos en Matrimonio ¡Podéis besaros!”

La Princesa Yrena y el Rey Loire se fundieron en un romántico beso rodeado de los aplausos de todos los presentes y acompañados por la grandilocuente música que seguía sonando. Haba rodeó el altar para ponerse frente a los esposos; en sus manos llevaba los dos vasos de cristal. “Majestades, aquí tenéis los vasos de vuestra unión. Debéis romperlos contra el suelo para conocer cuán grande será vuestra felicidad”. El Rey Loire agarró uno de los vasos y lo entregó a Yrena. Después agarró el segundo. Los recién casados se miraron con felicidad mientras Haba se hacía a un lado. Los esposos alzaron los vasos para seguidamente estrellarlos contra el suelo. Ambos vasos estallaron dejando en el suelo siete trozos irregulares que centelleaban con varios colores por el efecto de la luz de la sala. La Sacerdotisa, tras contar los pedazos de cristal proclamó: “¡Siete serán sus alegrías!” A lo que todo los presentes respondieron con gritos alegres y cantos divertidos. Tras la ceremonia, se celebró un banquete en palacio en el que hubo grandes panes horneados con motivos florales especialmente creados para la ocasión por los panaderos de la capital Ephirianka, platos de un exquisito bacalao de las costas norteñas de Winteria, asados de caza mayor de los frondosos bosques de Dantaria; delicias de hojaldre endulzadas con la miel y los frutos secos del país de Aridia además de los vinos y los licores más célebres de las Islas Ardientes.

Fue una celebración recordada por muchos años, pues se escribieron canciones y poemas loando los actos de la boda que duró tres días con sus tres noches. El matrimonio del Rey Loire de Ephiria y la Princesa Yrena fue realmente feliz durante largo tiempo, sin embargo, tan sólo dos días después de las nupcias, en el corazón de la Princesa se instaló una aciaga sombra, la cual amenazaba con crecer y crecer hasta devorar toda aquella alegría.

Fragmento del Libro de Sârva

Cosmogénesis

Negro…

Vacío…

Silencio…

Ausencia de vida…

Nada absoluta…

De pronto, como quien despierta sobresaltado de una intensa pesadilla, ella abrió los ojos de par en par con las pupilas grandes, hermosas, intensas y doradas brillando tras un abundante y espontáneo mar de lágrimas.

Confusa, parpadeó varias veces intentando entender qué ocurría, sacudiendo con ese gesto el descomunal entorno vacuo y desprovisto de vida que la envolvía cruelmente; a su vez las lágrimas cayeron como colosales y violentos torrentes que rompieron la negrura del silencio, sentando las bases para algo nuevo en el proceso.

Un suspiro que viajó desde lo más profundo de su ser, cruzando con avidez y recorriendo frenéticamente su interior hasta ser expulsado por su boca, llenó mágicamente la reinante oscuridad de una infinidad de esferas brillantes que centellearon por doquier, llenándola de una nueva esperanza.

Poco a poco tomó conciencia de todo su ser –como ya había ocurrido infinidad de veces antes– sus manos, los principales artífices de todo se pusieron en marcha para dibujar un nuevo universo. Ya no recordaba cuántas veces había ocurrido o cuántas veces todo había vuelto a su comienzo, sin embargo tenía una cosa clara: esta vez todo sería distinto, esta vez sería la definitiva, la última.

A pesar de su decisión, una voz familiar, proveniente de algún punto desconocido tras de sí le susurró al oído: “Una vez más, tú comienzas el ciclo y yo lo termino, hermana.”

Sus omnipotentes manos ahondaron con titánica fuerza en el interior de su útero caliente, a través de las capas de piel divina, de la carne mística, de sangre de la creadora, de donde extrajo la más brillante estrella de todas las estrellas: su propia alma. Una vez más, el fulgor de la creación centelleó frente a sus omniscientes ojos en un baile hipnótico, frenético y ávido de SER. Sus poderosas manos se asieron con firmeza a ambos laterales de la resplandeciente esencia divina para partirla en dos. Un gemido de dolor restalló a lo largo y ancho de aquel nuevo universo que estaba naciendo. Trece chispas celestiales salieron despedidas difuminándose en la negrura.

Sobre la palma de su mano izquierda refulgía la esencia del cosmos. “Sansāra…” susurró la creadora.

Sobre la palma de su mano derecha resplandecía la esencia del caos. “Avyasthā…” murmuró la creadora.

Simultáneamente, ambas estrellas tomaron una nueva forma cada una, similar a la de la creadora y ella, con su sabia e imponente pero maternal voz les habló:

“Sansāra, con el poder con el que has nacido, deberás dar forma a tres elementos: primero, la diacronía, para que la historia del universo pueda sucederse. Segundo, los seres vivos, para que puedan dar continuidad a la historia del universo. Y tercero, la razón, para que los seres vivos aprendan, se desarrollen y mejoren el universo y la historia.”

“Avyasthā, con el poder con el que has nacido, deberás dar forma a tres elementos: primero, el espacio, para que la historia tenga un lugar organizado en el que ocurrir, un lugar en el que habrá mundos donde vivirán los seres vivos. Segundo, la muerte, para que haya siempre un equilibrio de almas en todos los mundos. Y tercero, la pasión, para que los seres vivos además de pensar sean capaces de sentir.”

Y así fue:

Sansāra partió en tres su alma. A la primera parte la llamó Vinqat quien tejió el pasado, el presente y el futuro. A la segunda parte la nombró Woven quien forjó la vida. Y a la tercera parte la bautizó Giswus quien ideó la razón.

Avyasthā partió en tres su alma. A la primera parte la llamó Bakasuron quien dibujó el espacio. A la segunda parte la nombró Durgon quien personificó a la muerte. Y a la tercera parte la bautizó Lavanon quien creó los sentimientos.

Y así se formaron uno a uno los orbes que se juntaron alrededor de la estrellas, creando las galaxias infinitas todas ellas, dando así punto final al nacimiento del nuevo Universo. La Creadora, observó con su sabia y maternal mirada aquella esplendorosa obra que habían creado ella y sus descendientes. Los orbes crecieron, desarrollaron historias, los seres vivos aprendieron e hicieron del Universo su hogar.

Con el paso de las eras, la Creadora se colmó de dicha, hasta que un día, la voz oscura que venía de algún lugar lejano, detrás de ella, susurró de nuevo: “El ciclo llega a su fin” y una estrella se apagó arrastrando al olvido todos los orbes que la rodeaban, condenando a la oscuridad a todos sus seres vivos, devolviendo su existencia a la nada más absoluta. La Creadora no iba a permitirlo esta vez. Buscó el origen del que provenía la voz fatal por todo el Universo y más allá. Recorrió todas y cada una de las galaxias, miró tras la infinidad de estrellas y en el interior de los incontables orbes, sin suerte. Y la voz susurró de nuevo: “Los orbes deben volver a la nada” y otra estrella fue sepultada bajo el manto del final llevándose todos y cada uno de los orbes de sus cercanías. Fue entonces cuando la Creadora reconoció el lugar del que provenía la voz de la destrucción. Se giró y detrás de ella la vio: un ser divino, parecido a ella, con brillantes ojos plateados que se clavaron en los de la Creadora con fiereza.

¿No me recuerdas? –habló

-¡Hermana! –contestó la Creadora

-¡Así es Sārva! –continuó la diosa de ojos plateados– Soy Sūnya, la Nada. Ya sabes cuál es mi cometido.

-¡No por favor! ¡Otra vez no! –protestó Sārva a la vez que su dorados ojos se llenaron de cólera

-Pero así ha de ser. –resolvió Sūnya apuntando con su poderoso dedo índice de la mano derecha a otra estrella de la lejanía que se extinguió borrando otra galaxia más– Es como funcionan los ciclos divinos: tú creas y yo destruyo.

-¡Esta vez no! –rechazó Sārva llevándose su dedo índice frente a sus labios para besarlo con suavidad. Acto seguido se lanzó sobre Sūnya y posó su dedo encantado con magia divina sobre su frente. Los párpados de la Destructora cayeron pesadamente sobre sus resplandecientes ojos y quedó sumergida en un profundo letargo del que jamás debiera despertar.

Sārva tomó en brazos a Sūnya recostando su cabeza sobre su pecho. Las lágrimas comenzaron a caer de sus dorados ojos en muestra de desesperación y dolor. Seguidamente, dando uso a sus omnipotentes manos Sārva rasgó el tejido del Universo abriendo un portal que llevaba a un lugar prohibido, allende de los tiempos, del espacio, de la vida, de la muerte, el lugar donde abandonaría a Sūnya para que no pudiera regresar y seguir con su destrucción. Después cosió la herida del Universo con sumo cuidado para que nadie supiera de la existencia de ese lugar ni de su hermana.

«Espero que puedas perdonarme» murmuró con la mirada inundada.

 

Tras aquello, Sārva decidió retirarse a uno de los orbes que más le gustaba para disfrutar de la eternidad rodeada de sus preciadas creaciones. De esta forma el Universo y todos los seres vivos seguirían progresando y ella podría ayudarlos.