Piscis

-¡Madre estoy resuelta a hacerlo! –May golpeó con un puño la mesa de madera que hizo tambalearse las dos tazas de té que se estaban tomando ambas.

-¡Qué testaruda eres hija! –resolvió alzando la voz la mujer– ¡Eres igual que tu padre! ¡No deseo que acabes como él!

                May, tenía dieciséis años recién cumplidos, edad que en la Región de los Montes Himâlayana era considerada la entrada a la adultez. La muchacha tenía un irrefrenable deseo de venganza fervientemente instalado en el corazón desde hacía cuatro años, debido a que cuando todavía era una niña, su padre murió al caer en las garras de un huargo negro. En Himâlayana, los huargos eran bestias muy conocidas por ser los reyes de los lobos, pues eran de un tamaño mucho mayor que éstos y poseían bastante más fiereza que sus súbditos. Se contaban historias fantásticas a la luz del fuego a tierra, sobre estas fabulosas criaturas en las que aterrorizaban a poblados enteros a los que desproveían de sustento al llevarse sus ganados; otros cuentos sobre estos gigantescos lobos causaban gran admiración ya que se decía que a veces servían de montura para los más hábiles y valientes cazadores que habían conseguido domarlos. Todas aquellas historias acompañaban a los niños y niñas de Himâlayana desde siempre y los fascinaban a la par que los atemorizaban. May era como los demás niños en ese aspecto, al menos hasta el día en que el huargo negro como la noche le arrebató a su padre.

                Desde que los compañeros cazadores del padre de May llevaron la terrible noticia a su casa, la vida de la niña y de su madre cambió para siempre. May se percató de que la luz que brillaba en el rostro de su madre se había ido apagando día a día, año tras año, como una vela se consume poco a poco hasta no quedar nada. May había visto a su madre siempre con un aspecto juvenil y alegre, pero desde hacía cuatro años la mujer había envejecido de una forma drástica: su sonrisa, su candidez, su afecto, todo lo bueno que May recordaba se había tornado agrio. No obstante, May también cambió de una niña alegre y obediente, jovial y entusiasta, a un una adolescente enfadada con el mundo. A pesar de no tenerse más que la una a la otra, los choques eran constantes, a veces incluso desproporcionados. Hasta que llegó el día en que May cumplió los dieciséis años.

                May ya no estaba bajo la tutela expresa de su madre y era totalmente libre de hacer lo que quisiera. Con ese pensamiento rebotándole en la mente, una y otra vez, tomó la decisión que llevaba gestándose en su interior desde el día que su padre falleció. Mejor dicho, el día en que su padre fue asesinado por el huargo negro como la noche. May saldría a la montaña a buscar a esa criatura, le daría caza, la asesinaría y así vengaría la memoria de su padre. Y su madre no podría oponerse.

-¡Tomaré la espada de padre y la hundiré en el corazón de la bestia que nos lo arrebató! –insistió May con ahínco.

-¡Hija! ¡Por lo menos espera a que los cazadores regresen al pueblo y te lleven con ellos en la próxima batida! –sugería la mujer con la congoja agarrotándole la glotis

-Los cazadores no quieren a una chiquilla que les entorpezca, dijeron. –contestó May frunciendo el ceño y con una voz ronca que mostraba enfado por la desconsideración de los cazadores– ¡Estoy resuelta a hacer esto yo sola!

-Pero hija, no eres uno de los cazadores. ¡El huargo te llevará también a ti y me quedaré totalmente sola! –se quejó entre sollozos la mujer

-¡Si he de caer frente a la bestia que sea manchando los níveos montes Himâlayana con la mezcla de nuestras sangres!

                May se levantó de la silla y se marchó a su habitación a preparar sus enseres para salir. Su madre se quedó sentada a la mesa, cubrió su rostro con sus manos y dejó que las lágrimas inundaran ese pequeño refugio que acababa de crear. May dispuso unos pesados abrigos hechos con pieles de lobo para cubrirse del frío, después entró en la cocina y llenó dos botas de piel de cabra con tres litros cada una de agua y una bota con un litro de un agua ardiente de hierbas que solía hacer su madre. A continuación May entró a la habitación de sus padres, abrió el armario del que extrajo un gran objeto alargado y pesado que estaba envuelto en una tela de seda bordada con un símbolo parecido a un sol dorado, retiró la tela revelando una majestuosa vaina de cuero negro; de un extremo de la vaina asomaba la magnífica empuñadura de la espada de su padre. Era de un material resistente del cual May desconocía el nombre, pero siempre le había parecido de una belleza indescriptible. Puso su mano sobre la empuñadura y tiró de ella liberando la hoja que brillaba como si el mismísimo Sansâra hubiese hecho presencia en la estancia. May observó el arma con encanto. La había visto otras veces, pero jamás la había tocado.

May…                   May…      

Unas voces lejanas retumbaron en su interior…

Mai…                    Mai…

Eran dos voces diferentes…

Maih…                 Maih…

Competían por llamar su atención y gritaban una por encima de la otra.

Himâ…                 Âhim…

Pronunciaban su nombre de una forma muy extraña.

-¡Hija! –la interrumpió su madre entrando en la habitación con los ojos hinchados de llorar en silencio– Estás totalmente decidida, ¿verdad?

-¡Estoy totalmente decidida! –respondió con vigor volviendo de su extraño trance a la vez que enfundaba de nuevo la espada.

-De acuerdo… –se resignó la mujer un tanto cabizbaja– Se que no voy a poder detenerte, pues eres igual que tu padre en ese aspecto. Pero por lo menos llévate esto contigo. –dijo entregándole y colocándole alrededor del cuello un hermoso colgante con una piedra de cristal en forma de estrella de nieve– Era de mi abuela. Decía que la guardiana de la montaña siempre me cuidaría si me lo llevaba puesto.

-Gracias madre. –respondió observando el colgante.

                Cuando May tuvo todo listo salió de su casa y se dirigió a los Montes Himâlayana, la gran cordillera donde vivían escondidos los huargos. Su madre la despidió desde el umbral de la puerta con el corazón compungido y con el deseo de ver a su hija volver sana y salva. May caminó por lugares escarpados y cubiertos de nieve durante horas. El paisaje era prácticamente blanco, a excepción del cielo que en ese día había decidido ser totalmente gris, sobre el que se recortaban discretamente las cumbres de las montañas afiladas e irregulares. El silencio que reinaba en el paraje era un tanto inquietante, pues no se oía ni el trino de los gorriones, ni aliento invernal del viento, ni el paso célere de algún animalillo huyendo… May parecía estar en un lugar totalmente desprovisto de vida, frío e inhóspito, sin embargo sus pasos eran firmes y seguros. Seguía avanzando decidida a encontrar el cubil en el que se refugiaría el huargo negro como la noche.

                Largas horas pasaron antes de que nada ocurriese alrededor de May y cuando algo sucedió no fue de su agrado: sin casi darse cuenta se vio rodeada de una violenta ventisca invernal que la atacaba por todos los flancos posibles. El aire soplaba con una virulencia atroz, la nieve arrastrada por la corriente la golpeaba sin piedad y le era muy difícil poder ver en medio de aquella tormenta tan repentina. Las pieles de lobo que usaba de abrigo estaban empezando a ser insuficientes para combatir aquella inclemencia porque el frío se estaba colando por debajo y empezaba a acariciarle la piel con su cruel y estremecedor efecto. May apretó los dientes, se detuvo un segundo y echó mano de la  bota de piel que llevaba llena de agua ardiente, la abrió y le dio un trago. Involuntariamente su cara dibujó una mueca de disgusto, para acto seguido exhalar de forma exagerada en respuesta a la alta graduación del brebaje. Era desagradable porque no estaba nada acostumbrada a aquella bebida, pero sabía que le calentaría el cuerpo. Se sacudió un poco tras guardar la bota y siguió caminando como pudo bajo la borrasca.

Alarmada, se detuvo en seco al divisar con dificultad a lo lejos una extraña y enorme figura que parecía observarla. La oscura efigie se movió de una forma extremadamente rápida y desapareció entre la ventisca. May notó algo intenso en su interior que la golpeó en la boca del estómago con una mezcla de excitación y temor a partes iguales. Por culpa de la tormenta de nieve había perdido un poco el rumbo y no sabía exactamente en dónde se encontraba, sin embargo esa visión que acababa de tener le dio a entender que no debía de estar muy lejos del cubil de los huargos. Inconscientemente, se descubrió a ella misma agarrando con una fuerza desmesurada la empuñadura de la espada de su padre. Trató de serenarse un poco y continuó avanzando por la nieve que ahora empezaba a llegarle a las rodillas ralentizando su paso. De pronto, sintió un horripilante escalofrío que le recorrió desde la base de la espalda hasta colmarla en la coronilla. Se giró rápidamente para comprobar horrorizada que la figura oscura con la que se había cruzado ahora estaba detrás. Eso se le acercó lentamente, May se aferró a la empuñadura de la espada como nunca antes se había agarrado a algo y apretó los dientes hasta el punto que notó la presión en su cabeza. Eso siguió acercándose, May no podía mover ni un músculo, se había quedado totalmente congelada en una posición a la defensiva.

Era un lobo descomunal, recubierto de un pelaje negro como la noche, tenía unas patas enormes y muy musculosas terminadas en unas garras que parecían poderosísimas, capaces de arrancar un árbol de cuajo de un solo zarpazo. La enorme bestia se plantó frente a May; sus ojos rojos como la sangre la observaron de cerca. Acercó su gigantesco hocico a la muchacha para olisquearla. May seguía inmóvil, además su cerebro también había dejado de enviarle pensamientos y órdenes, sólo podía observar la situación; sin embargo su corazón, era lo único que funcionaba en ese momento, pero se había vuelto loco, parecía que iba a salírsele disparado por la boca. Tras olisquear a la joven, el enorme huargo negro como la noche abrió su boca mostrando sus terribles colmillos rodeados de hilos de baba viscosa y pestilente. Su aliento caliente y mortal golpeó de lleno a May que la hizo reaccionar dando un paso atrás muy despacito. Entonces, una voz oscura como un pozo retumbó en lo más profundo de la mente de May.

-¿Qué haces en mi montaña?

-¿Quién… ¿quién eres? –preguntó May dudosa sin apartar la vista de la enorme bestia.

-Mi nombre es Durgon, Emisario de la Muerte. Vivo en estos montes y soy su rey. ¿Y tú quién eres?

-¡Mi nombre es May! –respondió May intentando llenar su corazón de un valor que parecía escapársele por momentos– ¡He venido a buscar venganza!

-Ya entiendo. –asintió la gran bestia negra– Eres la hija de aquel cazador con el que acabé hace cuatro inviernos.

-¡Así es! –contestó May decidida a pesar del temblor que notaba en sus piernas– ¡He venido a dar caza a la bestia que asesinó a mi padre!

-¡Qué así sea!

                El enorme huargo negro como la noche dio un espectacular brinco en el aire y se retiró unos cuantos metros de la muchacha. Al caer adoptó una postura ofensiva con su cola en el aire y la cabeza a la altura del suelo. Sonrió mostrando todos y cada uno de sus colmillos, para acto seguido lanzarse a la carrera contra May con la velocidad del viento. May desenvainó de un solo ademán y puso la hoja de la espada frente a ella dispuesta a enfrentarse a la bestia. Durgon pasó al lado de la chica rozándola con su pelaje negro y May pudo oír cómo la oscura voz le decía algo nuevo: “No seré yo quien ensucie sus garras con la sangre de una cría.” May abrió mucho los ojos, se volteó para encarar de nuevo a la bestia y la encontró alzando su hocico hacia los cielos. Acto seguido el gigantesco lobo profirió un atronador aullido que retumbó por toda la montaña. May se quedó atónita observando; no entendía qué estaba pasando. A los pocos segundos, la tormenta de nieve se detuvo en seco. Durgon se sentó frente a la muchacha a esperar sin borrar de su hocico su siniestra y afilada sonrisa. A los pocos segundos una numerosa manada de lobos acudió al lugar y rodeó a May.

                May sintió como la desesperación iba ganando terreno en su corazón. Estaba perdida, ¡rodeada de una manada entera de lobos! Durgon sólo observaba y sonreía funestamente. Uno a uno los lobos fueron lanzándose al ataque contra May esgrimiendo sus colmillos como cuchillos, lanzando sus garras como dagas mortíferas y abriendo sus fauces como pozos de muerte. May intentaba defenderse a espadazos, pero eran demasiados; consiguió herir a algunos de ellos, pero no era suficiente para salir con vida de aquella desafortunada emboscada. Los envites de los lobos se tradujeron en heridas profundas y sangrientas en la piel de May quien cayó al suelo notando algo de alivio al contacto con la fría nieve. Un último pensamiento cruzó su mente antes de perder la conciencia: “Padre… allá voy. Madre… perdonadme.”

                La batalla de los lobos continuó sólo unos minutos más. Inconscientemente, May pudo oír un rugido fiero y valeroso que tronó a lo largo y ancho de los montes Himâlayana y  ahuyentó a la manada. Después todo volvió a ser negro.

May…                   May…     

Las voces volvían a llamar…

Mai…                    Mai…

Esta vez las sentía más cerca…

Maih…                 Maih…

Una parecía traer esperanza, la otra desesperación…

Himâ…                 Âhim…

Y ambas cambiaban su nombre a algo extraño…

                May despertó sobresaltada y se incorporó. Se frotó los ojos con la mano derecha para desperezarse. Comprobó que se encontraba en el interior de una cueva, recostada sobre un lecho de ramas y hojas secas. Sus heridas estaban cubiertas por unos extraños apósitos de barro que le escocían un poco al contacto. Se preguntaba que qué era lo que le había ocurrido. Desde luego, no era un sueño y tenía heridas para demostrarlo. Se levantó y pudo ver que en una esquina de la caverna estaban sus pieles de lobo, sus botas de piel con agua y agua ardiente además de la espada de su padre. Dedujo que alguien debía haberla rescatado de aquella horrible pesadilla, pero se preguntaba quién había sido su salvador. May caminó hacia la salida de la cueva, despacio pues sus heridas eran aún recientes. Por el resplandor que se colaba por la entrada May podía decir que afuera la tormenta de nieve se había disipado por completo y que el cielo luciría con un gran sol. Y así fue, al salir de la cueva May alzó la cara hacia los rayos provenientes del astro rey para disfrutar de la nueva vida que se le acababa de brindar. Cerró los ojos y respiró profundamente la brisa de la montaña que era fría pero revitalizante.

                Al volver de esa agradable sensación vio por el rabillo del ojo algo que la hizo ponerse en guardia. Delante de la caverna donde ella había reposado, se hallaba un huargo sentado que la observaba detenidamente. Era igual de grande y poderoso que Durgon, sin embargo su aspecto no parecía tan amenazante. Este tenía un pelaje plateado que brillaba con la luz del sol lo que le daba un aire majestuoso y sus ojos eran completamente dorados. May comenzó a caminar hacia atrás volviendo al interior de la cueva. El gran huargo plateado se levantó y se dirigió hacia ella. May no sentía miedo frente a este formidable animal, sin embargo no le parecía mal ser prudente, pues no quería volver a pasar por algo similar al ataque de los lobos de Durgon. El huargo plateado olisqueó a May con delicadeza; tras unos segundos este abrió la boca y una voz grandilocuente y majestuosa resonó en el interior de May.

-Ya no hueles a sangre. ¿Cómo te encuentras?

-Creo, que mejor. –respondió May un tanto dubitativa– ¿Eres tú quién me ha salvado?

-Así es. Los lobos de Durgon estuvieron a punto de hacernos perder a alguien muy valioso.

-¿Qué quieres decir? –preguntó May sin comprender

-Te explicaré. Mi nombre es Woven, Creador de la Vida, Dios Antiguo y Sirviente del Dios Prístino del Cosmos Sansâra. Mi Señor Sansâra está en conflicto con su hermano el Dios Prístino del Caos Avyasthâ, los humanos lo llamáis La Gran Guerra de los Dioses. –May entró en la cueva e invitó a su salvador a que la acompañara y siguiera explicándole su historia– Gracias, querida. Como decía, los Dioses Prístinos están en guerra y ambos dos han enviado a sus súbditos a buscar a los portadores del Alma Etérea.

-¿El Alma Etérea? –preguntó May abriendo una de las botas de piel con agua y ofreciéndole al huargo divino Woven.

-Son retazos de la Diosa Prístina Sârva que albergan algunos seres vivos. Esa condición les otorga una parte de poder divino a los portadores. Mi Señor Sansâra nos ha pedido encontrar a los portadores del Alma Etérea para despertar sus poderes y así decantar la balanza de la victoria a nuestro favor.

-¡Vaya! –afirmó sorprendida May– ¿Y yo qué tengo que ver en todo este asunto?

-También eres uno de los portadores del Alma Etérea. –contestó Woven rotundamente mientras se sentaba sobre sus patas traseras– Por eso acudí al rescate, si hubieras fallecido Durgon podría haberse quedado tu pedazo del Alma Etérea y habérselo entregado a Avyasthâ.

-¿El huargo negro también es un Dios? –inquirió May con una sombra en la voz

-Así es.

-Él mató a mi padre hace cuatro años. –explicó May mirando hacia donde estaba la espada de su padre– ¿Crees que tiene algo que ver el hecho de que matara a mi padre por lo del Alma Etérea?

-Podría ser… Los seres cercanos a los portadores del Alma Etérea a veces son confundidos con los portadores mismos.

-Marché de casa para vengar la muerte de mi padre. Estuve frente al asesino y casi pierdo la vida en el intento. Y ahora descubro que todo esto forma parte de algo mucho más grande… Una cosa es buscar a una bestia asesina y la otra es estar en medio de una guerra entre dioses…

May comenzó a divagar y dejó de prestarle atención a Woven quien la observaba inclinando la cabeza hacia un lado con curiosidad. Woven entendía que todo lo que le había explicado a la muchacha podía ser difícil de aceptar, pero entendía mucho mejor que el tiempo apremiaba y que Durgon podía estar a la vuelta de la esquina esperando cualquier ocasión para arrebatarle a May el Alma Etérea. Debía convencer a May para que aceptara el don divino pero también debía dejarle tiempo necesario para asimilar las cosas. Woven salió de la cueva discretamente sin que May reparara en ello. La chica siguió divagando sumida ahora en sus pensamientos mientras miraba sus pertenencias. ¿Qué debía hacer? No estaba segura. Por una parte seguía anhelando la venganza por la muerte de su padre, pero por otra parte le aterraba el hecho de que todo aquello fuera una historia mucho más grande e importante que quizás podría tener consecuencias irrevocables.

May se volteó para preguntarle algo al huargo plateado pero se dio cuenta de que ya no estaba en la cueva. Ella todavía no le había agradecido el haberle salvado la vida ni tampoco el haberle contado esa historia relacionada con los Dioses Prístinos y su Gran Guerra. La chica arrambló con algo de torpeza fruto de las heridas recientes, con todas sus cosas y se dirigió a la salida de la cueva. Una vez en el umbral de la entrada, el sol la deslumbró un poco y tuvo el reflejo de echar una mano delante de su cara. El atronador sonido explosivo de un disparo de un arma de fuego la sobresaltó. Cuando su vista se acostumbró a la luz del brillante sol vio no muy lejos de donde ella estaba al huargo plateado tumbado en el suelo con una herida de bala considerable en el cuello de la que una sangre roja y brillante brotaba a borbotones y teñía de forma grotesca el níveo manto del monte. May dejó caer todo lo que llevaba en las manos y corrió hasta donde la formidable bestia yacía. Se arrodilló desesperada a su lado llamándole por su nombre una y otra vez. Sus manos acariciaron el lustroso pelaje de la bestia intentando reanimarle de alguna manera.

-¡Woven! ¿Qué ha ocurrido? ¡Woven! ¿Quién te ha hecho esto? ¡Maldita sea!

-¡Aléjate de ese monstruo niña! –gritó una voz masculina y fuerte a lo lejos.

-¿Quién va? –inquirió May con rabia y dolor en la voz buscando en el horizonte.

-¡Soy un cazador! –contestó un hombre que se acercó a May y al cuerpo yaciente de Woven– ¡Eso es un huargo! ¡Es una de las criaturas que reinan en la montaña y son las responsables de todas las desgracias que nos acaecen en Himâlayana! ¡Apártate niña! ¡Tengo que comprobar si está realmente muerto!

-¡Tú has disparado a Woven! –acusó May con los ojos totalmente inundados de ira.

-¡Te he salvado de esa bestia! –rebatió el corpulento cazador plantándose frente a May con el cañón de su arma aún humeante

-¡Asesino! –escupió May.

-¡Aparta niña! –ordenó el cazador apartando a May de un manotazo haciéndola caer de espaldas al suelo.

                En ese momento la ira de May creció hasta tal punto que algo extraño se apoderó de ella.

May…                   May…     

Las voces ahora la llamaban a gritos…

Mai…                    Mai…

La estaban llamando con una intensidad mucho mayor que antes…

Maih…                 Maih…

Y ambas luchaban fervientemente por obtener su atención…

Himâ…                 Âhim…

Y ambas pronunciaron su nombre cambiado con mucha más fuerza que nunca…

May se abandonó a la rabia y al dolor y su cuerpo empezó a cambiar, a unirse con la naturaleza de su interior, a convertirse en una bestia de la montaña. Su piel se tornó de un azul pálido, a la vez que el cielo se oscureció como para descargar una horrenda nevasca. Su larga melena castaña se volvió negra como la noche y comenzó a ondear de forma fantasmagórica con el viento; sus ojos se volvieron rojos como la sangre que manchaba la nieve. En su boca, sus dientes se volvieron afilados y peligrosos colmillos como los de los huargos. Sus músculos adquirieron una enorme potencia y en sus manos crecieron unas descomunales garras azules. El cielo comenzó a descargar una terrible tormenta de nieve que desconcertó al cazador que seguía examinando el cuerpo de Woven. May se levantó de un sorprendente salto y se irguió tras el cazador.

-¡TÚ! –gritó May con una voz que parecía de ultratumba haciendo que el cazador se diera la vuelta sobresaltado– ¡Pagarás por lo que has hecho!

El cazador intentó encañonar a May pero le fue imposible porque ella fue mucho más rápida y le asestó un potente zarpazo que envió el arma varios metros más allá. Acto seguido, May echó una de sus garras al cuello del cazador y lo agarró con firmeza clavándole la punta de sus uñas. El cazador notó como esas garras le penetraban duramente y le empezaron a helar literalmente la sangre en su cuerpo.

                May miraba fijamente a los ojos a aquel cazador que ahora no parecía tan valiente y sentía que tenía el poder de decidir sobre su destino con un solo gesto. Apretó un poco más la garra que sostenía el cuello del cazador y disfrutó viendo cómo se retorcía de dolor. En la mente de May resonaba sin cesar y con contundencia la palabra que la había llevado hasta ese lugar: venganza. Primero acabaría con ese cazador y luego iría a por Durgon. De pronto las dos voces volvieron a llamarla.

May…                   May…     

A su izquierda apareció un brillante destelló dorado y opuesto a este, a su derecha un destelló púrpura.

Mai…                    Mai…

Del destello dorado la voz la llamaba evocando esperanza y candor, del destello púrpura la voz arrastraba dolor y desesperación.

Maih…                 Maih…

El destello dorado pedía compasión por el contrario el destello púrpura requería un sacrificio.

Himâ…                 Âhim…

El destello dorado resonó con la voz de Sansâra y el destello púrpura con la voz de Avyasthâ.

-Himâ, tú tienes el Alma Etérea en tu interior. Si eres justa conseguirás hacer un gran bien y preservarás el equilibrio. –habló Sansâra con firmeza y majestuosidad

-Âhim, si sucumbes a tus pasiones y matas a ese cazador, podrás vengarte de todo aquel que te haga daño a ti y a tus seres queridos. –habló Avyasthâ con una voz oscura y poderosa

                May estaba en una encrucijada clave. En su mente corrieron miles de pensamientos cruzándose vertiginosamente los unos con los otros, chocando entre sí y elaborando miles de posibilidades, mientras su garra seguía apresando el cuello del hombre cuya vida iba apagándose poco a poco en un gesto de dolor y pánico.

-¡Libérale Himâ! ¡Y tú también serás libre! –aconsejó sabiamente Sansâra.

-¡Mírale bien Âhim! ¡Observa su rostro! ¡Es la viva imagen de Durgon! ¡Es un emisario de la muerte! –ordenó tenazmente Avyasthâ.

May miró fijamente al cazador y en su rostro vio reflejada la cara del huargo negro como la noche, fue tan sólo un segundo, pero aquello la hizo arreciar en su agarre.

-Himâ, si acabas con la vida del cazador serás prisionera de los deseos del caos y tú también serás una asesina. –advirtió finalmente Sansâra

-Âhim, si acabas con la vida del cazador serás libre para acabar con todas las vidas de todos aquellos que lo merezcan. –sedujo finalmente Avyasthâ

May luchó. Peleó en su interior como nunca antes lo había tenido que hacer. La vida de aquel hombre dependía de su decisión, pero también la suya propia y quizás el destino de la guerra. ¿Qué hacer? Sansâra y Avyasthâ lucharon con todas sus fuerzas para llevarse el Alma Etérea a su terreno. Finalmente May soltó el cuello del cazador quien cayó de espaldas sobre la fría nieve. El hombre se levantó tan rápido como pudo y huyó del lugar como alma que lleva el diablo hasta desaparecer de la vista. Los dos resplandores que May había estado viendo se disiparon sin dejar rastro al igual que la horrorosa tormenta de nieve que había estallado.

                May cayó de rodillas sobre la fría nieve al lado del cuerpo de Woven, a la vez que recuperaba el aspecto totalmente humano. ¿Qué ha pasado? ¿Y ahora qué? Se preguntó. La cálida y serena voz de Sansâra le brindó respuesta.

-Querida Himâ, al perdonar la vida al cazador, has elegido el bando del equilibrio. Tu nombre significa nieve en la lengua de los Dioses Prístinos. Ahora serás la Guardiana de la Montaña, Protectora de los Lobos y Regente del Invierno. Además formarás parte del escuadrón de los Guardianes Celestiales.

-¿Qué pasará con Woven? –preguntó la chica observando con tristeza el cuerpo del huargo plateado.

-Woven es uno de mis hijos, un Dios Antiguo al fin y al cabo. Lo que ves frente a ti es tan sólo una carcasa, su esencia está en otro lugar, buscando a otro de los portadores del Alma Etérea.

-¿Significa eso que no ha muerto?

-Así es.

May suspiró profundamente con alivio. Se levantó del suelo, se sacudió un poco la nieve de las piernas y se miró las manos.

-Me siento diferente. –afirmó extrañada

-Tu Alma Etérea ha despertado, ahora posees dones divinos. Has cambiado, ya no eres una simple humana, quizás por eso te sientes distinta.

-Es curioso…

-¿El qué?

-Ya no siento rencor… –murmuró alzando la vista al cielo– Ya no siento necesidad de buscar venganza.

-Eso está bien. –concluyó Sansâra.

May regresó a su casa. Al cruzar el umbral de la puerta, su madre corrió hacia ella con todas sus fuerzas y la abrazó como si hiciera mucho tiempo que no la hubiese visto. La mujer lloró de alegría y examinó a su hija detenidamente en busca de rasguños, heridas graves o síntomas de hipotermia, pero le sorprendió descubrir que su hija estaba sana y salva totalmente. La observó unos segundos más, frunció el ceño y sólo pudo pronunciar una frase.

-Hija, estás distinta.

-Madre, ahora soy la Guardiana de la Montaña.

-¿Cómo es eso? –preguntó sorprendida la mujer

-Tomémonos un té y te lo contaré todo.

Himâ o la Guardiana de la Montaña.

Fragmento del Libro de Sârva, La Gran Guerra de los Dioses

Acuario

             Laya era una grácil muchacha, habitante de Mar Calmo, un pequeño pueblo pesquero al noroeste de la Nación Esteryania. Era la hija de un pescador que salía con puntualidad religiosa a faenar cada día con gran destreza obteniendo muy buenos resultados; su madre era una hilandera que retorcía filamentos con una precisión milimétrica y producía de las mejores hilazas que se habían hecho jamás. Sin duda, se trataba de una familia con una vida apacible, dedicada al trabajo y a cultivar las buenas costumbres y tradiciones familiares. Por eso, Laya era una persona entregada a la cultura familiar y desde una edad muy temprana comenzó a interesarse por el laborioso trabajo de hilandera que desempeñaba su madre con tanto tesón. En muchas ocasiones la había acompañado al telar en el que trabajaba, que estaba situado al lado del puerto y se había quedado durante toda la jornada laboral observándola para aprender el oficio con la esperanza de un día llegar a ser tan buena hilandera como lo era ella.

                Durante el verano, las hilanderas y tejedoras de Mar Calmo solían instalarse en el exterior del telar para poder ofertar en pequeñas paradas mercantiles los productos resultantes de su magnífico y elaborado trabajo. Era en esas ocasiones en las que Laya disfrutaba mucho más ya que ella se ponía en las paradas para ayudar a vender el tan preciado género que creaban a diario. Las hilanderas y tejedoras apreciaban su ayuda puesto que tenía un increíble don para agotar todas las existencias y conseguir recaudar el máximo beneficio para el gremio; razón por la cual, las hilanderas no se olvidaban nunca de invitar a Laya la venta de la hilaza cada verano.

                Fue precisamente en uno de esos veranos que la sosegada vida de Laya cambió radicalmente. Un buen y soleado día, en el que la brisa marina era fresca y agradable, Laya acudió al puerto de Mar Calmo, dispuesta a usar su habilidad para vender todo el género que habían estado produciendo las hilanderas. Como cada mañana, algunos de los marinos y pescadores de la zona que volvían de faenar en el Mar de Esteryania se quedaban atónitos observando a la muchacha realizando aquella labor con el empeño que desprendía. Tenía a todo el mundo encandilado con su gran sonrisa y su amabilidad que invitaba a  comprar la hilaza de tan buena calidad que producían aquellas hábiles mujeres.

                Pero aquella mañana, la tranquila y rutinaria vida en Mar Calmo se vio truncada por algo que sus habitantes jamás antes habían vivido. Un anciano, que había sido marino mercante en su juventud, estaba sentado en el porche de uno de los barracones del puerto, observando el horizonte como hacía cada mañana recordando los viejos tiempos; sin embargo ese día se levantó casi de un salto de su sillón de mimbre trenzado, atónito por lo que estaban presenciando sus pequeños y cansados ojos: a lo lejos divisaron una flota de grandes buques de vela que se acercaban hacia Mar Calmo. El viejo se acercó, no sin dificultad y apoyándose en un bastón, a uno de los muelles de madera del puerto para observar de cerca la llegada de aquellos navíos. No sabía el por qué, pero algo en su interior le decía con amargura que muy probablemente no traerían buenas noticias.

                Laya, que en aquel momento se encontraba sumergida de lleno en su tarea veraniega de venta, casi no se percató de lo que ocurría hasta que una suerte de sensación en su interior, a la altura del estómago, la hizo detenerse en seco. Alzó la vista y se fijó con una incómoda sorpresa que todo el mundo a su alrededor había cesado sus quehaceres diarios, pues se encontraban todos observando mesmerizados el horizonte. Aquellos enormes barcos de vela, que tenían en Babia a todos los habitantes del pueblo, se acercaban raudos a las orillas de Mar Calmo como un inevitable presagio cargado de fuerzas negativas. Como atraída por el efecto embrujador arrastrado por la brisa marina, Laya caminó con aire fantasmagórico hasta el muelle donde estaba el viejo del sillón de mimbre. Se detuvo con los ojos quedos sobre aquella flota que se acercaba.

                Algo extraño le ocurrió entonces; mientras seguía mirando hipnotizada, en lo más hondo de su mente, en algún lugar oscuro en el que todavía ningún pensamiento había podido llegar, resonó tímidamente una especie de llamada lejana, demasiado lejana, casi de otro mundo. Un susurro etéreo que se repitió una y otra vez. Muy despacito. Al principio casi inaudible, pero muy claro.

Laya…

Un susurro de otro plano, extrañamente familiar.

Layâ…

Sonaba a su nombre, sí. Pero de alguna manera le parecía distinto.

Lajâ…

Cada vez le era más extraño.

Jâla…

-El mar me está llamando –susurró sin apartar la vista de los buques

-¿Qué dices niña? –le preguntó con voz ronca el anciano mirándola por el rabillo del ojo.

-El mar… Jâla…

                Cuando los buques alcanzaron los muelles del puerto de Mar Calmo, fue como si todos los habitantes salieran de ese extraño trance en el que les había sumido aquella visión nada habitual.

¿Dónde está mi padre? –preguntó Laya al viejo apresuradamente, como quien se despierta tarde una mañana.

-En la lonja, con los demás pescadores, vendiendo el género, supongo. –respondió aquel anciano todavía sorprendido por el brusco cambio de actitud que tuvo Laya.

-¡Gracias! –dijo la muchacha mientras salía disparada en dirección a la lonja.

Laya corrió con todas sus fuerzas hasta la lonja; abrió las puertas dobles de entrada de par en par, jadeando con fuerza y transpirando por la carrera.

¿¡Dónde está mi padre!? –preguntó con un fuerte grito que hizo que todos los comerciantes de la lonja y los pescadores se giraran hacia la entrada.

-¿Qué ocurre Laya? –respondió su padre preocupado por el alarido que acababa de proferir su hija, mientras salía de entre la muchedumbre.

-¡Vienen a por vosotros! –contestó alterada y lanzándose entre lágrimas a los brazos de su padre.

-Calma hija –intentó tranquilizarla mientras la abrazaba– Cuéntame, ¿qué ocurre? ¿Quiénes vienen a por nosotros?

-Los buques –dijo entre sollozos– La voz del mar me lo dijo. Susurró mi nombre y me avisó que venían a por vosotros.

                Alguien entre los trabajadores de la lonja miró por una de las ventanas tras lo cual alertó al resto de que en el puerto habían atracado una gran cantidad de barcos de vela que no había visto nunca. Al oír eso, todo el mundo salió de la lonja para lanzarse al muelle con rapidez para presenciar aquello. Laya, todavía en el interior del local, arreció el abrazo a su padre rogándole que no saliera, porque si salía de allí se lo llevarían para siempre. Al cabo de unos segundos, Laya y su padre salieron de la lonja atraídos por el rumor de los habitantes de Mar Calmo. Una vez fuera, Laya agarró la mano de su padre con tanta fuerza que hasta le hizo daño; el hombre tan sólo la miró con expresión preocupada.

                Mientras todo el pueblo de Mar Calmo se reunía en el puerto frente a los enormes buques que acaban de atracar, de estos comenzaron a descender de forma ordenada, siguiendo un ritmo constante y decidido marcado por sus propios pasos, varias decenas de personas ataviadas con imponentes armaduras brillantes que casi parecían forjadas por los Dioses. Algunos equipaban también grandes lanzas con un estandarte en el que ondeaba un símbolo extraño parecido a al sol pintado de morado oscuro. Todos y cada uno de esos extraños guerreros se pararon frente a los habitantes de Mar Calmo como siniestras estatuas férreas. De uno de los buques se oyó una atronadora voz que restalló por todo el pueblo e hizo estremecer a más de uno de los presentes. La masa de guerreros se separó creando un perfecto pasillo que iba desde la embarcación de la que había resonado la voz hasta el muelle donde estaban todos los Calmeños observando. Del barco descendió un hombre anormalmente alto, con una corpulencia considerable, ataviado con una armadura idéntica a la del resto de guerreros que lo acompañaba; tenía una larga melena blanca que llevaba recogida en una cola de caballo de forma muy elegante, su piel era de una tez anómalamente blanca, tenía las facciones muy duras, muy marcadas, con una quijada casi cuadrada, una nariz ancha y algo chata y sus ojos desprendían un brillo casi infernal. Laya puso su temerosa mirada sobre aquella descomunal bestia y sintió como un gigantesco vacío se le hacía en el interior y la arrastraba poco a poco a un lugar oscuro y frío.

-¡Oídme bien habitantes de Mar Calmo! –vociferó el gigante con una voz ronca y profunda– ¡Mi nombre es Bakasuron! Y ostento el título de Dios Antiguo, Señor de la Guerra y Portador de Odio. Mi Señor, Hijo de Sârva la Creadora, Regente del Caos, el Dios Prístino Avyasthâ, se ha declarado el auténtico dueño de todo el Universo; en estos aciagos tiempos, se encuentra en una cruzada contra su hermano. Para salir victoriosos de la guerra que se ha iniciado entre ellos dos, nos ha enviado a sus fieles emisarios por todo el mundo de Onyria, para encontrar las Almas Etéreas y reclutarlas para nuestro ejército. Sabemos que una de esas Almas Etéreas está en este pueblo y hemos venido a reclamarla.

                Los Calmeños miraban a un lado y a otro, sumergidos en el temor provocado por el sólo nombre del Dios del Caos y en la incomprensión surgida de las palabras del siniestro Dios Antiguo. El murmullo de la gente empezó a correr en todas direcciones transportando dudas, preguntas y ruegos a los Dioses para que no ocurriera una desgracia en aquel pacífico lugar. Impacientado, Bakasuron alzó su oscura voz de nuevo contra Mar Calmo.

-¡Decidme! ¡¿De quién se trata?! ¿Quién posee el Alma Etérea!

-Me parece que no encontraréis lo que buscáis en este lugar, Señor. –intervino el anciano del porche abriéndose paso entre la gente para situarse frente al gigantesco ser– No creo que tengamos algo así. Somos tan sólo un humilde pueblo pesquero.

-El Alma Etérea no es un objeto tangible –explicó rugiendo Bakasuron– El Alma Etérea está dentro de uno de vosotros. Si no tienes el Alma Etérea, viejo, es mejor que te apartes.

-¡Qué malos modales tenéis para ser un Dios! –protestó el anciano– ¿Cómo podemos saber quién tiene el Alma Etérea entonces?

-Los portadores del Alma Etérea tienen un don especial –contó Bakasuron tras emitir un gruñido de fastidio– algo que los hace diferentes al resto.

A pesar de la honda congoja instalada en Mar Calmo, la explicación de aquel intimidante Dios gigante les pareció vaga y laxa a casi todos los presentes; como consecuencia siguieron murmurando entre ellos preguntándose quién podría ser esa persona a la que buscaba Bakasuron. Pasaron unos minutos en los que las demandas del Portador de Odio no fueron satisfechas y este pasó de la impaciencia al enfado.

-¡Ya está bien! –objetó irritado Bakasuron resoplando pesadamente– ¡Prended a todos los hombres y subidlos a bordo! ¡Averiguaremos quién es el portador del Alma Etérea en cuanto partamos!

Los guerreros de brillantes armaduras que habían permanecido totalmente inmóviles, empezaron a moverse para cumplir las órdenes de capturar a todos los hombres de Mar Calmo. Aquello provocó reacciones dispares cuanto menos: unos huyeron despavoridos, otros plantaron cara a los soldados siendo capturados inevitablemente. El padre de Laya, henchido de valor y rabia avanzó firmemente entre los enfrentamientos casi sin ser percibido, hasta plantarse frente a Bakasuron para lanzarle una mirada desafiante directamente a los ojos. Laya, horrorizada, con los ojos inundados completamente se lanzó tras su padre y lo agarró del brazo para tirar de él e intentar hacerle marchar del lugar. El rostro de Bakasuron mostró una pincelada de curiosidad frente a aquella afrenta y esbozó una ligera sonrisa.

-Así que un valiente, ¿eh? –espetó Bakasuron con sorna

-¡Detén esta locura! –gritó seriamente el padre de Laya

-Podrías ser tú. –musitó Bakasuron algo sorprendido– Ninguno de mis guerreros ha reparado en que te acercabas a mí. Ni siquiera yo te he notado venir.

Laya tiraba del brazo de su padre con todas las fuerzas de las que disponía, pero no se movía ni un ápice. Bakasuron levantó su mano izquierda en el aire y chasqueó los dedos; en el acto, todos los guerreros armados se detuvieron y regresaron a los buques llevando a los capturados con ellos. En los muelles sólo quedaban algunos Calmeños escondidos entre trozos de madera, paradas de venta de productos maltrechas por la rebatiña o detrás de alguno de los porches y en sobre el muelle donde prácticamente todo había ocurrido tan sólo quedaban el padre de Laya parado frente a Bakasuron, y Laya que seguía intentando llevarse a su padre.

-¡Tú vienes conmigo! –aseveró Bakasuron agarrando con su gigantesca mano al padre de Laya y empujándola a ella para hacerla a un lado– El Alma Etérea de los mares debe de estar dentro de ti.

-Laya, cuida de tu madre. –pidió el hombre con voz segura mientras era arrastrado inevitablemente al interior del barco.

Laya permaneció inmóvil ante el suceso. Los buques se alejaron casi tan veloces como habían llegado a Mar Calmo. Pasaron tan sólo unos pocos minutos, pero a Laya le dio la sensación de que el tiempo se había paralizado. La culpa se la estaba llevando a un lugar profundo, frío, inhóspito y terrible. El abrazo desesperado de su madre la trajo de vuelta a la realidad.

-¡Laya! ¿Estás bien? –preguntó preocupada

-¡Mamá! –respondió Laya como quien despierta de golpe.– Papá… ¡Se han llevado a Papá!

-Lo he visto, cariño. ¡Ha sido terrible! Pero estamos tú y yo aún. –intentó consolarla

-Es mi culpa…

-No hija mía, tú no te has llevado a tu padre.

-Pero yo sabía que venían a buscarle… Me lo dijo el mar…

Durante el resto del día, las madres, los hijos e hijas de Mar Calmo lloraron las pérdidas mientras recogían y reparaban los destrozos resultantes del enfrentamiento contra los guerreros de Bakasuron.

                La noche cayó. Las lámparas de aceite de cada casa se fueron apagando gradualmente. Mar Calmo quedó sumido en la total oscuridad. El silencio de la noche únicamente truncado por el rumor de las olas del mar arrastraba una brisa densa y triste. Laya yacía en su cama, con el corazón compungido. La culpa seguía creciendo en su interior y a pesar de la ensordecedora quietud del momento no podía dormir.

Laya…

Resonó con una dulzura paternal en su mente.

Layâ…

Otra vez, su nombre, pero no sonaba del todo igual.

Lajâ…

Extraño, sin embargo familiar

Jâla…

Laya se levantó y se dirigió a la puerta de su casa. Su madre, alertada por el sonido de los pasos de su hija en el suelo de madera, salió a su paso.

-¿Dónde vas Laya?

-El mar… –susurró la muchacha sin apartar la vista de la puerta– Me está llamando el mar…

Laya abrió la puerta, y el frescor húmedo de la noche le besó suavemente en la frente. Salió de su casa, caminó descalza, con un aire fantasmal por las calles del pueblo hasta llegar al muelle. Su madre la siguió preocupada intentando detenerla, pero no hacía ruido porque no quería despertar a los vecinos que ya habían sufrido bastante.

-¡Laya volvamos a casa! –ordenó su madre intentando no alzar mucho la voz

-El mar… –repetía Laya una y otra vez como mesmerizada por el susurro que repetía y deformaba su nombre.

Laya avanzó hasta el borde de un embarcadero. Su madre la agarró del brazo para evitar que se cayera al agua. A lo lejos, más allá del horizonte, un resplandor carmesí atravesaba el paisaje de forma misteriosa, danzando sensualmente, curvando hacia un lado y otro alternativamente su silueta luminosa. Laya se dio la vuelta hacia su madre y la miró con ternura.

-Voy a buscar a papá. –resolvió con una seguridad que perturbó a su madre.

Se dio la vuelta, saltó al agua y nadó hacia el fondo, cada vez más hondo, dejando atrás el llanto desconsolado y las súplicas de su madre.

Laya…

Sólo oía aquel susurro que la llamaba desde el fondo del mar.

Layâ…

Cada metro que descendía en profundidad el susurro se volvía más audible.

Lajâ…

Y aún más.

Jâla…

 Su nombre había cambiado, sin embargo le resultaba extrañamente más adecuado ahora. Siguió nadando aún más al fondo. El aire que tenía dentro ya había salido por completo y se había ido burbujeando grácilmente a la superficie. Se le agotaban las fuerzas, pero seguía nadando con tesón pues tenía que rescatar a su padre. Su cuerpo empezaba a fallar: le dolía el pecho por el esfuerzo y la ausencia de aire, los músculos ya no tenían fuerza y su avance se había detenido, su mente poco a poco se iba apagando en una especie de sueño muy lejano con un regusto algo amargo pero a la vez mágico. Sus ojos se cerraron y quedó inmóvil rodeada de agua salada y oscuridad. Despacito, su cuerpo fue descendiendo cada vez más hasta perderse en las profundidades.

Laya…

Layâ…

Lajâ…

Jâla…

Despertó en un lugar frío, su camisón y su pelo ondeaban mecidos por una apacible corriente marina. No había aire en ese lugar, no obstante respiraba. “¿Qué ha ocurrido?” pensó. Frente a ella, la penumbra marina se disipó tras un cegador destello blanco. La voz que había susurrado en su mente se dirigió a ella con una claridad solemne.

-Has escuchado la llamada.

-¿Quién es?

-Sansâra es mi nombre –respondió aquella grandilocuente voz

-¿El Dios Prístino? ¿Hijo de Sârva la Creadora?

-Así es. Y tú, Laya de Mar Calmo, posees lo que buscan los secuaces de Avyasthâ.

-El Alma Etérea… –esas palabras salieron de Laya como un suspiro que se da tras un esfuerzo exigente.

-Por eso has podido oír mi llamada.

-¿Qué significa?

-Enseguida lo entenderás, querida.

El destello centelleó de forma sorprendente frente a Laya quien comenzó a notar cómo cambiaba su cuerpo: la piel se le tornó de un tono azulado como el mar en un imponente y soleado día de verano, las pupilas de sus ojos se encogieron y cambiaron de forma hasta convertirse en las de un reptil, su pelo se volvió parecido a las algas marinas que ondulaban mecidas por las corrientes, entre sus dedos, tanto de los pies como de las manos, brotaron membranas cartilaginosas, sus uñas se transformaron en poderosas garras, y la integridad de su cuerpo se recubrió de una suerte de armadura de escamas que ella identificó como las de los dragones de los cuentos.

-Jâla es tu Alma Etérea –explicó la voz de Sansâra– Jâla en la lengua de los Dioses es el agua, es el mar, es la lluvia, los ríos y los lagos. Jâla es la Guardiana Celestial del Océano.

-Entiendo. –asintió Jâla– Ahora, voy a rescatar a mi padre.

Jâla nadó rauda y desapareció en las aguas de los mares de Esteryania.

A la mañana siguiente, los habitantes de Mar Calmo despertaron con el pesar de la madre de Laya, quien había pasado la noche llorando desconsolada, en el embarcadero donde vio a su hija saltar al agua. Muchos se acercaron para tratar de darle su apoyo. A pesar de lo terrible de la situación, la tortura de la pérdida de dos seres queridos se vio interrumpida por un asombroso hecho. Un niño Calmeño oteó al horizonte y gritó con entusiasmo: ¡Están volviendo! A lo lejos, los habitantes de Mar Calmo que se habían apelotonado sobre el muelle pudieron contar una quincena de barcas que se acercaban al puerto. En dichas embarcaciones navegaban todos y cada uno de los hombres que se habían llevado los guerreros de Bakasuron. Al arribar a puerto, cada uno corrió hacia sus respectivas familias para fundirse en abrazos y lágrimas de soslayo. Los padres de Laya no fueron una excepción.

-¡Has vuelto! –sollozó la mujer dándole a su marido un cálido beso en los labios.

-Sí. –contestó sonriendo el hombre– Hemos vuelto todos. Laya nos ha salvado.

-¡Laya! ¿¡Dónde está!?

-Ahora ella es el mar.

Era extraño, pero aquellas últimas palabras del padre de Laya, se volvieron una especie de reconfortante lema.

La madre de Laya echó la vista al horizonte. Su pecho exhaló un suspiro y de sus labios salieron las mismas palabas: Ahora ella es el mar.

 

Jâla o la Dama del Mar.

Fragmento del Libro de Sârva, La Gran Guerra de los Dioses