Tras la Guerra

Sigo trabajando en el Universo de Onyria y en esta ocasión os traigo un pequeño fragmento de la historia que se desarrolla tras la guerra. Ha finalizado y como todas las guerras, esta no es una excepción y deja una estela de dolor, pesar y sufrimiento. Sansāra, el Señor del Cosmos, está buscando una solución para tanto mal. Espero que os guste el fragmento. A ver si termino algún día la historia completa.

¡Saludos y a disfrutar! 

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La que antaño había sido una sobria casa de piedra, cuyos muros estuvieron cubiertos por hiedras altas, verdes, sanas y enrevesadas, ahora se aparecía sin su color característico, sombría, como entristecida. Las mágicas plantas que la rodeaban ahora estaban secas y desperdigadas por cualquier parte, a merced de alguna cruel ráfaga de viento. Sansāra avanzó con el semblante severo hacia el umbral oscuro de aquella  morada al norte de la capital de la antigua Ephiria. Se detuvo en la entrada y la pesada puerta de madera se abrió chirriando de forma desagradable. Del interior una voz femenina con un tono neutro saludó y le dio la bienvenida.

-Mi Señor, es un honor recibir vuestra visita, mas, ¿qué os trae de vuelta a mi humilde morada?

-Estimada Samna, a pesar de que el fin de la guerra ya haya llegado, necesito una vez más de vuestros poderes.

-¿Para qué necesitáis vos el poder de la adivinación? –preguntó algo huraña la mujer con la voz un tanto ronca– Sois el Dios del Cosmos, y acabáis de librarnos del fin de los tiempos. ¿Qué puede hacer una insignificante dama?

-Querida Samna, –respiró profundamente apenado Sansāra cambiando el tono e intentando ser menos ceremonioso– la adivinación no es por lo que he venido. Necesito vuestro verdadero poder, el que ya me ayudó no hace mucho en la Gran Guerra de los Dioses… Necesito el poder que guardáis en vuestro interior. La magia de Mānas.

-Como bien habéis dicho, la guerra ya ha concluido. –contestó cortante Samna a la vez que un desagradable escalofrío le recorrió la espalda. En realidad no tenía ganas de liberar el poder de Mānas, hacía muy poco que la guerra de los dioses había terminado y sinceramente no quería repetir nada de lo que hubiera podido ocurrir durante las diferentes contiendas. Ciertamente, habían salido victoriosos del conflicto, sin embargo estaba dolida y apenada. Su ánimo había cambiado. En los días que siguieron al final de la guerra, muchos habitantes de toda Eorde se presentaron en su casa para conocer qué les deparaba el porvenir, no obstante, ella los rechazó a todos. Quería estar sola, curar sus heridas físicas e internas. Lo que le tocó vivir durante la guerra, ciertamente la había dotado de unas capacidades formidables, pero el precio fue demasiado alto. Tan sólo deseaba estar sola y olvidar. ¡Sí! ¡Olvidar! ¡Qué bonito verbo! Si tan sólo…

-Lo siento Samna. –la disculpa sonó tan triste, profunda y sincera que Samna sorprendida cambió de repente su actitud.– Percibo vuestro dolor, vuestro pesar y todo lo que ha causado la guerra contra mi hermano. Por eso he venido a veros.

-Contadme, ¿qué os atañe? –se interesó la mujer abriendo su puerta y acompañando a su Señor a una sala en la que pudieran charlar relajados.

-Cierto es que la guerra acabó, mas ha causado más estragos de los que creía posibles. –explicó Sansāra con un tono melancólico que sonó algo infantil a la vista de Samna– No solamente en Onyria, donde libramos la batalla final, sino también aquí en Eorde y en el resto de orbes que mi madre creó.

-¡Lo sé! –afirmó Samna apartando la vista para mirar por una de las ventanas del salón en el que se hallaban para intentar evadirse de aquellos horrendos recuerdos– También estuve allí…

-Sí… –confirmó Sansāra con pesar en la voz– Esta horrible guerra ha causado víctimas en todos y cada uno de los rincones del Universo y la culpa es mía. Por eso os pido, mejor dicho, os suplico vuestra ayuda.

-¿Qué puedo hacer yo? –preguntó algo emocionada Samna– ¿Qué puede hacer una mera pitonisa por el Señor del Cosmos?

-No subestiméis vuestra esencia, querida Samna. Recordad que en realidad sois una Guardiana Celestial y en vuestro interior tenéis un fragmento del Alma Etérea de mi madre. –corrigió suplicante Sansāra– Necesito vuestra magia…

-Está bien. –refunfuñó resoplando la mujer– ¿Para qué?

-Como bien estáis experimentando, la guerra ha traído mucho sufrimiento a todos. –explicó Sansāra en un intento por empatizar con Samna– Sé de buena mano que vuestra magia puede alterar los recuerdos y os quiero pedir que cambiemos la memoria de todo el Universo.

-¿¡Cómo!? –se sobresaltó Samna sin comprender y algo asustada– ¿Qué diablos tenéis en mente?

-He pensado que quizás, si eliminamos de la memoria de todos y cada uno de los seres del Universo el dolor provocado por la guerra, todo volverá a su cauce. –comentó entusiasmado Sansāra.– Si no recuerdan el dolor, los seres vivos podrán volver a ser felices.

-Más si no recuerdan el horror causado por esta guerra, quizás en un futuro se puedan repetir estos sucesos. –contestó preocupada Samna– Además, ¿cómo demonios queréis sustituir los recuerdos de las pérdidas de los seres queridos en una guerra? ¿Qué otro tipo de recuerdos queréis implantar?

-Como bien es sabido, un alma que muere en el terreno físico descenderá al reino de Syāma para someterse a la prueba del Inframundo hasta que esté lista para volver a la vida. No podemos romper ese ciclo establecido por mi madre, ni podemos traer a la vida a ningún fallecido, pero sí que podemos cambiar el recuerdo de cómo esos seres queridos se marcharon y poner en su lugar un recuerdo menos doloroso.

-¿Y qué ocurrirá con la remembranza de vuestro perverso hermano? –cuestionó Samna intentando conocer todos los detalles del plan del Dios del Cosmos.

-Pienso que si le olvidan, el poder del Caos perderá fuerza y dejará de ser un problema.

-Así que si nadie se acuerda del poder del Caos, creéis que este menguará, ¿yerro?

-Así es.

Samna reflexionó en silencio unos segundos sin apartar la vista del gran ventanal. Se concentró para intentar conectar con su otro yo, con la Dama Mānas que reposaba en ese fragmento del Alma Etérea de su interior. Necesitaba algún indicio para saber si lo que su Señor le pedía era posible; además quería saber lo más importante que era conocer cuáles podían ser las posibles consecuencias de tamaña empresa. Sansāra la miraba con la impaciencia que tiene un niño antes de abrir un regalo que acaba de recibir; deseaba fervientemente arreglar todas las desgracias causadas por el conflicto con su hermano y tras mucho cavilar, resolvió en que Mānas era la única que tenía capacidad para ayudarle. Era su única esperanza. Si no conseguía lo que quería, cargaría con el peso de la culpa eternamente. Aquella idea le aterraba ferozmente pues sabía de buen grado que las dudas o el miedo eran una puerta perfecta para que el poder del Caos volviera y corrompiera su voluntad.

-Mi Señor, –habló Samna resolutiva– como Guardiana Celestial que soy creo que sí que tengo una respuesta a vuestra petición. No obstante, la tarea que queréis emprender puede que traiga severas consecuencias. Cierto es que el Universo olvidará todo lo que ha ocurrido, mas deberéis estar vigilante para proteger el orden establecido, y tendréis que hacerlo todo solo.

-Entiendo. –respondió obediente Sansāra.– ¿Qué he de hacer estimada Dama Mānas?

-Poned atención. –Sansāra asintió y escuchó atento a la voz neutra y seria de Samna– Primero debéis buscar un orbe antaño bautizado por vuestra madre con el nombre de Terra. Allí, dirigíos a las tierras del Nilo, donde tendréis que buscar un material conocido por el nombre de gypso. Se trata de una suerte de polvo de color blanco que una vez fraguado suele usarse para escribir mensajes efímeros sobre una superficie pétrea y oscura. Después necesitaréis reunir las pertenencias que os queden de quien queráis olvidar y reducirlas a cenizas. Una vez obtengáis esas cenizas, deberéis mezclarlas con el gypso. A continuación, tendréis que añadir siete gotas de vuestra propia sangre e introducir todos los elementos en un reloj de arena vacío. Y finalmente al caer la noche de la próxima luna llena deberéis dejar que la arena del reloj caiga paulatinamente a la vez que recitáis el conjuro que os entregaré.

Samna tendió su mano derecha con la palma hacia arriba. Un brillante destello rosado centelleó y al disiparse apareció un pergamino enrollado y sellado con una arandela de plata. Sansāra tomó el rollo, lo abrió y pudo leer:

Para deshacer lo dicho,

y desandar lo andado.

Para que lo acontecido,

sea aniquilado.

Con este conjuro, futuro y pasado,

al mar del olvido,

quedarán desterrados.

-Repetid el hechizo entre susurros hasta que toda la arena haya caído. –siguió explicando Samna– Después os veréis sumido en un profundo sueño y al despertar, si habéis realizado correctamente el hechizo, el Universo habrá olvidado todo lo que vos queráis.

-Gracias Dama Mānas, más tengo que pediros un último favor.

-¿Qué más puedo hacer?

-Si bien quiero que todo ser viviente en el Universo olvide todo lo relacionado con la guerra, necesito una salvaguardia.

-¿Qué queréis decir? –preguntó Samna sin entender del todo esta nueva petición de su Señor.

-Yo solo no podré mantener el orden, pues hay una tarea que no puedo llevar a cabo ya que mis poderes no son compatibles con ello. –relató Sansāra algo preocupado– Necesito que al menos uno de los Guardianes Celestiales lo recuerde todo pues ese trabajo específico recaerá sobre su poder.

-Recordad que cualquier tipo de magia implica la voluntad del que lanza el hechizo. Sois el Dios del Cosmos, Sansāra, el que ha librado al Universo de ser engullido por el caos. Vuestra voluntad os concederá el milagro que anheléis. Tan sólo debéis desearlo de todo corazón.

Sansāra asintió con el semblante serio, agradeció a Samna una vez más por compartir su sabiduría y se dispuso a marchar para emprender su última hazaña, la que él esperaba que trajera dicha y alejara el dolor. Justo antes de perderse tras el umbral de salida de la casa de la adivina, ésta lo detuvo y le preguntó:

-Mi Señor, ¿puedo saber para quién deseáis la salvaguardia del hechizo del olvido?

-Si bien agradezco todo lo que los Guardianes Celestiales habéis hecho y sacrificado por el equilibrio y por mí, prefiero que nadie sepa quién va a cargar con dicha tarea.

Al terminar, Sansāra desapareció en la espesura del bosque que rodeaba el antiguo caserón de Samna. La mujer lo observó cómo se perdía de vista y concluyó que había llegado el momento de usar una última vez el poder de la Dama Mānas. Cerró la puerta de su vieja casa a esperar la llegada del hechizo del olvido. Ciertamente, estaría preparada para recibirlo.

 

Fragmento del Libro de Sārva.

Aura Anaranjada

En esta ocasión quiero compartir un texto que escribí no hace muchos días sobre un personaje misterioso, mágico, divino… El personaje en cuestión forma parte del universo de Onyria, sin embargo el texto en sí aparecerá en las 2 secciones principales del blog; esto se debe a que el texto es tan sólo una presentación de dicho personaje, como una especie de trailer o teaser. Además el formato del texto en sí es más propio de la sección Cuentos de Invierno que de la de Sueños de Onyria. En todo caso, espero que lo disfrutéis y que os guste. 

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“¿Qué demonios es ese fastidio de luz?” Protesté con una mezcla de ira y pereza en la voz ronca de quien recién se acuesta para dormir y algo o alguien le abstrae de dicho proceso. Importunado, me levanté del sillón y me dirigí a la ventana del salón; observé a través del cristal y vislumbré en lo alto de un peñasco cercano el origen de mi desazón. Se trataba de una brillante luz anaranjada que refulgía con un extraño y atrapante candor. “¿Pero qué demonios es esa cosa?” Como atraído por el destello naranja salí de mi humilde pero seguro hogar y me lancé a la caza del misterio. Ascendí a buen paso por aquella geografía rocosa y poco poblada, hasta llegar a la cima del peñasco donde el viento me golpeó rechazando mi presencia. Entrecerré los ojos y puse mis manos frente a mi rostro a modo de protección para poder seguir avanzando hasta el fulgor aloque.

        “¡Benditos Dioses! ¿Qué es eso?” Mi corazón dio un vuelco ante la imponente visión que presencié al llegar a lo alto de la peña. Normalmente en aquel lugar apartado del mundo, prácticamente en la cima de este, solía reinar una calma impasible y tranquila; un roble antiguo con el tronco ennegrecido por el paso de las eras era el único habitante de aquel paraje. Sin embargo, esa noche recibió una alucinante visita. La extraña luz anaranjada provenía del aura de un ser que califiqué como celestial; la brillante y llameante energía que lo rodeaba se elevaba tan alto como el cielo y fulguraba envuelta en el más grande de los misterios. Aquel ser tenía una apariencia humana, concretamente de un hombre joven, bastante alto y delgado. Tenía el pelo del color del fuego y este bailaba libre, en el aire, alborotado por el poder que surgía de su propio cuerpo. No podía distinguir del todo bien sus facciones puesto que estaba de perfil, pero sí que pude ver que lucía una perfecta y cuidada perilla pelirroja; desde ese mismo lado, pude comprobar que su ojo izquierdo estaba cubierto de un maquillaje negro que se lo emborronaba de una forma muy mística a la vez que pavorosa, como si fuera a traer la muerte. De su cuello colgaba una suerte de hilera de abalorios negros que serpenteaban en el aire de una forma fantasmal.

El enigmático joven iba ataviado con un singular atuendo hecho de unas abultadas pieles grises, atadas a la cintura con un elegante fajín marrón; dichas pieles envolvían parte de su cuerpo dejando al descubierto su hombro y su torso por el lado izquierdo, delgado pero firme. Sobre su piel descubierta, a la altura de la clavícula y sobre su costado podían distinguirse algunas líneas a modo de tatuaje con algún texto que no lograba leer desde mi posición. Del fajín, pendían una pequeña hacha y un fabuloso arco sobre el que pude advertir unas deliciosas tallas con motivos florales, tales como maravillosas hiedras y otras fastuosas enredaderas. A su espalda, portaba un imponente carcaj de cuero curtido del que sobresalían unas cuantas flechas mostrando unas esplendorosas plumas carmesíes. Bajo su cintura, vestía un elegante y ancho pantalón de una tela ligera, teñida de negro. Calzaba además unas robustas botas marrones cuyo interior estaba forrado con algún tipo de lana.

A pesar de su imponente aspecto, su vista puesta sobre la hermosísima bóveda celeste que se había vestido de un gallardo negro e infinidad de brillantes, parecía un tanto entristecida. Esa conmovedora mirada tenía un deje de nostalgia, una pincelada de pesar y a la vez un brillante atisbo de determinación. Di un par de pasos hacia donde él se encontraba y vi como sus pupilas se voltearon lentamente hacia mi posición. Mi cuerpo se detuvo en seco y él giró toda su faz de una forma un tanto mecánica para mirarme. Sus ojos brillaban con un fulgor carmesí y se clavaron en los míos. En ese momento, en la boca de mi estómago noté como si fuese a caer por un profundo y oscuro abismo; sentimientos que habían dormido durante tres lustros despertaron de golpe apelotonándose con virulencia por toda mi anatomía. Mis piernas comenzaron a temblar, mis brazos se sintieron muy pesados y mi mente empezó a embotarse.

El aura anaranjada que lo envolvía decreció poco a poco, pero fue reemplazada por dos esplendorosas estrellas que centellearon a cada uno de sus flancos. Ambas estrellas se tornaron dos majestuosos y grandiosos lobos cuyos tamaños me parecieron descomunales y antinaturales. Uno de ellos era blanco con los ojos dorados y el otro totalmente negro con los ojos rojos como la sangre. Ambos animales se sentaron con porte regio al lado del joven y también pusieron sus miradas sobre mí. El muchacho separó sus finos labios para decir alguna cosa pero yo perdí totalmente el conocimiento. No obstante, mientras caía, noté un cálido abrazo que evitó que me golpeara contra el suelo.

Al despertar, me hallé en mi sillón. Ya había amanecido y el encuentro con aquel fabuloso ser quedó como un lejano sueño. Más cuando tomé consciencia de todo mi cuerpo, noté que entre mis manos había algo: una flecha cuya pluma era rojo carmesí. En la parte central del misterioso proyectil había un trozo de pergamino retorcido y anudado con gracia sobre la fina madera. Mi instinto me llevó ipso facto a abalanzarme sobre él y a desplegarlo. Descubrí que no entendía el mensaje, puesto que aparecía en una extraña lengua… Aún así, en mi mente resonaba familiar…

 

Pu ficisóet jecisni wotvu, qait eáp pu it va nunipvu. qus gewus, ¡umwófeni!

Enlace

Otro fragmento de los Sueños de Onyria. Esta vez la acción no transcurre en Onyria, sino en otro orbe. Una boda ni más no menos. Si algún día termino de escribir esta locura, este sería el primer capítulo. ¡Disfrutadlo!

Redoblaban campanas de júbilo por toda Eorde, pues en el Reino de Ephiria celebran las tan anunciadas nupcias del Rey Loire y la Princesa Yrena. Las cuatro torres esquineras del Palacio de Ephiria habían sido engalanadas con cuatro grandes banderas rojas cuyos bordes estaban cuidadosamente trabajados con filigranas florales de hilo dorado, obra de los artesanos de la corte que siempre trabajaban con gran arte. Las banderas mostraban con esplendor y orgullo el blasón de la Familia Real de Ephiria: en el centro un obelisco alto y puntiagudo coronado por un cuarto creciente blanco como la nieve y en la parte cóncava de la luna, lucía una generosa estrella mágica de cinco puntas con una de estas apuntando hacia abajo; todo ello exhibido sobre un fondo con forma de escudo protector ladeado de varias estrellas pequeñas bordadas a lo largo de su perímetro. Y para rematar a ambos lados del escudo se podían ver dos angelicales y majestuosas alas blancas abiertas de par en par.

Músicos de toda Eorde estaban repartidos por todo el palacio tocando en una armonía perfecta para honrar los esponsales del Rey y la Princesa. Las mandolinas, las bandurrias, los bodhrán, los acordeones, las harpas, los laúdes, las flautas y los silbatos de estaño se mezclaban con gracia y grandilocuencia invitando a los presentes a festejar, bailar y disfrutar del gran día. El palacio rebosaba de una calidez divina pues la alegría colmaba los corazones de todos los que habían sido llamados a asistir al enlace. Archiduquesas, Duques, Marquesas, Condes, Vizcondesas, Barones, Sires y Señoras de todo Eorde llenaban la sala principal del Palacio Ephiria; además no sólo la nobleza se había personado, sino también muchos de los habitantes de la capital se acercaron al lugar, pues la Princesa Yrena expresó el deseo de compartir su felicidad con todos y cada uno de los habitantes del mundo de Eorde.

En la sala principal del palacio se había dispuesto un fabuloso altar de mármol, decorado con telas rojas y moradas, los colores de la Casa Real de Ephiria y de la Princesa Yrena respectivamente. En ambos extremos del altar había dos grandes ramos de flores variadas, de entre las cuales, en la parte más alta sobresalían cuatro hermosas rosas rojas. En el centro del altar sobre las telas reposaba una cinta de seda blanca, junto a una vasija tallada a mano de una calabaza y dos vasitos de trago hechos de un cristal fino y colorido.

A la espera de la llegada de los novios, algunos invitados murmuraban disimuladamente y otros comentaban alegres sobre la fabulosa iluminación de la sala, producida por el efecto de los rayos del sol que entraban por los magníficos rosetones con decoraciones florales que vestían las paredes de casi toda la estancia. De pronto, la música que sonaba alborozada por todos los rincones del castillo se detuvo al igual que el potente y jubiloso tañido de las campanas de palacio. Los asistentes detuvieron sus conversaciones en seco para prestar atención al umbral de entrada a la sala; todo el palacio y la capital quedaron en un silencio solemne que precedería a la celebración.

La primera en cruzar el umbral de la sala fue Haba, la Vestal de Sansāra, quien oficiaría el enlace. Era una bellísima joven cuya piel era color canela, tenía el rostro redondeado, una nariz recta y regia, unos preciosos y enormes ojos verdes que brillaban con serenidad, una larga melena de ébano, bien rizada y frondosa cubierta por un velo de tul blanco que tenía engarzados con gran destreza varios pequeños brillantes blancos; además, la muchacha poseía un porte elegante y suelto. Llevaba un vestido blanco que dejaba sus hombros al descubierto al igual que sus pies que llevaba descalzos; en la cintura tenía una gallarda y gruesa cuerda dorada anudada a su lado derecho que le daba un aire excelso. En sus brazos, concretamente a la altura de los codos, llevaba dos manojos de elegantes aros dorados que tintineaban a cada paso que daba. De su cuello, colgaba una discreta joya de cristal tallada en forma de lágrima con una cadena también de oro. En su mano derecha sujetaba un ramo de brezo de lavanda blanco. Caminó hasta estar frente el altar, una vez delante se arrodilló y unió sus dos manos situando el brezo de lavanda blanco a la altura de su frente. Cerró los ojos y rezó. Rezó al Señor del Cosmos, Sansāra para que bendijera el lugar, la ceremonia que iba a sucederse, los futuros esposos, los asistentes y todos los habitantes de Eorde no presentes. Cuando terminó, se levantó, separó las ramas de brezo de lavanda blanco y las dispuso ceremoniosamente una a una, de izquierda a derecha sobre las telas rojas y moradas del altar. Después lo rodeó y se puso frente a éste mirando a los asistentes. Retiró de su pelo con delicadeza, el velo de tul blanco que retorció hasta convertirlo en una cinta ancha; después, usando ambas manos juntó su espesa y negra melena en una cola que ató con la cinta de tul tras lo cual posó las palmas de sus manos sobre el altar y con aire solemne pronunció: “¡Qué dé comienzo el enlace!”

Fue entonces cuando el Rey Loire de Ephiria entró al salón principal a la vez que los músicos de toda la corte retomaban su tarea, no obstante la melodía que ahora tocaban era una honorable y rítmica marcha militar cuyo compás acompañó a su Majestad hasta el altar. El monarca desfiló elegante luciendo un atuendo ceremonial especialmente diseñado para ocasiones de tal importancia. Se trataba de una armadura plateada con todos y cada uno de los bordes que conformaban las articulaciones, decorados con hendiduras de oro. La armadura estaba formada por un gorjal que llevaba cuidadosamente grabado el escudo de la familia real sobre cada uno de los pectorales. Las hombreras en sus extremos laterales estaban copadas por unos picos, un tanto curvados hacia adentro, en forma de alas de las cuales colgaba una tela fina y elegante de color rojo a modo de capa. La loriga terminaba en un volante de cuero teñido de dorado y rojo, bajo el cual el rey llevaba un sobrio pantalón negro. También portaba unas grebas y unos escarpines puntiagudos y distinguidos. En su cabeza, el rey portaba una vistosa corona de plata que quedaba especialmente harmoniosa con su larga melena ondulada y rubia. El Rey Loire de Ephiria se paró frente al altar y sonrió a modo de saludo a la Vestal quien le devolvió la sonrisa con un deje de alegría en la mirada. Haba, alzó su mano derecha en el aire e hizo un ademán rápido cerrando el puño, a lo que los músicos respondieron rebajando gradualmente el volumen de sus notas hasta quedar de nuevo en silencio. La Vestal posó otra vez ambas manos sobre el altar y una nueva música arrancó, siendo esta vez una alegre tonada que invitaba al baile. Siguiendo el ritmo de esta festiva música, Haba tomó la calabaza para sacudirla y acto seguido verter con gracia el brebaje que ésta contenía en uno de los dos vasitos de cristal.

Mientras Haba se bebía de un trago el contenido del vaso, la Princesa Yrena se personó en la sala cruzando el mismo umbral que su prometido. Normalmente, la fastuosa presencia que tenía aquella bellísima mujer solía acaparar la atención de todos los presentes; como era de esperar en esta aparición pública todos quedaron más que extasiados, mucho más que de costumbre. La Princesa Yrena vestía un esplendoroso, elegante y largo vestido de chiffon rojo, con un magnífico y vertiginoso escote tipo barco que acentuaba sus ya de por sí divinos rasgos físicos. Su gallarda vestimenta deslumbró al público con los sobrios volantes que colmaban la falda y con los brillantes abalorios que decoraban los bordes de la tela con motivos florales. Yrena llevaba un peinado acorde con sus galas: tenía su larga melena castaña recogida en un perfecto y esférico moño copado con una bellísima y trabajada trenza la cual había engalanado con una diadema de dalias rosadas. La refinada Infanta desfiló por la sala acompañada por el frufrú del vestido, hasta que llegó frente al altar donde su prometido la esperaba con el corazón colmado de felicidad. Yrena saludó al Rey con una sonrisa regia y se giró hacia el altar frente a Haba a quien saludó guiñándole un ojo.

La Vestal de Sansāra levantó sus manos del altar, las volteó con las palmas hacia arriba pidiendo al Rey y la Princesa que las uniesen a las suyas. Tras darse la manos, Haba pronunció solemne: “Ephirianas y Ephirianos, habitantes de toda Eorde, Damas y Caballeros, Niñas y Niños, en este venturoso día nos hemos reunido en la Sala Principal del Palacio de Ephiria, la morada de nuestro amado Rey Loire para celebrar la unión entre nuestro monarca y la Princesa Yrena. Unión que será bendecida por los poderes que me han sido concedidos como Vestal Sagrada del Todo Poderoso Sansāra.” A continuación Haba unió las manos del Rey y la Princesa, tras lo cual tomó la cinta de seda blanca que había sobre el altar y la anudó a sus muñecas grácilmente con un precioso lazo. Acto seguido la Sacerdotisa Sagrada tomó la vasija de calabaza para volver a sacudirla con brío y después servir su contenido en los dos vasitos de trago de cristal fino. Ella tomó un nuevo trago y ofreció a los novios el otro mientras habló: “Así como el brezo de lavanda blanco sobre sus colores les brindará protección contra enemigos, el color del vestido de la novia traerá prosperidad y las dalias felicidad, nueve tragos por los esposos han de ser tomados, pues la suerte los acompañará si comparten de un número impar el contenido exactamente igual para cada uno.”

Con la mano que aún tenía libre, el Rey Loire ofreció a la Princesa Yrena el primer trago quien lo bebió sin respirar, tras lo cual dejó el vaso sobre la mesa con un sonoro golpe a la vez que profería un alarido gutural y festivo. Acompañando ese gesto, los músicos de la corte volvieron a tocar una pieza jubilosa y rítmica. Haba sirvió un segundo trago en el vaso y esta vez fue la Princesa Yrena que se lo ofreció a su novio, quien con una sonrisa picarona bebió de una vez el licor, profiriendo acto seguido un escandaloso pero jaranero rugido. Continuaron ese ritual hasta que ambos hubieron bebido cuatro vasos cada uno del licor que les ofrecía la Vestal Sagrada. Así pues, Haba sirvió el noveno vaso el cual fue compartido por los novios de forma totalmente equitativa. A continuación Haba retiró la cinta de seda blanca de las muñecas de los novios y proclamó: “¡La Divina Providencia del Todo Poderoso Sansāra ha revelado que los novios tendrán una vida próspera y feliz! Así pues, por el poder que me ha sido otorgado, yo Haba, Vestal Sagrada de Nuestro Señor del Cosmos, os declaro Unidos en Matrimonio ¡Podéis besaros!”

La Princesa Yrena y el Rey Loire se fundieron en un romántico beso rodeado de los aplausos de todos los presentes y acompañados por la grandilocuente música que seguía sonando. Haba rodeó el altar para ponerse frente a los esposos; en sus manos llevaba los dos vasos de cristal. “Majestades, aquí tenéis los vasos de vuestra unión. Debéis romperlos contra el suelo para conocer cuán grande será vuestra felicidad”. El Rey Loire agarró uno de los vasos y lo entregó a Yrena. Después agarró el segundo. Los recién casados se miraron con felicidad mientras Haba se hacía a un lado. Los esposos alzaron los vasos para seguidamente estrellarlos contra el suelo. Ambos vasos estallaron dejando en el suelo siete trozos irregulares que centelleaban con varios colores por el efecto de la luz de la sala. La Sacerdotisa, tras contar los pedazos de cristal proclamó: “¡Siete serán sus alegrías!” A lo que todo los presentes respondieron con gritos alegres y cantos divertidos. Tras la ceremonia, se celebró un banquete en palacio en el que hubo grandes panes horneados con motivos florales especialmente creados para la ocasión por los panaderos de la capital Ephirianka, platos de un exquisito bacalao de las costas norteñas de Winteria, asados de caza mayor de los frondosos bosques de Dantaria; delicias de hojaldre endulzadas con la miel y los frutos secos del país de Aridia además de los vinos y los licores más célebres de las Islas Ardientes.

Fue una celebración recordada por muchos años, pues se escribieron canciones y poemas loando los actos de la boda que duró tres días con sus tres noches. El matrimonio del Rey Loire de Ephiria y la Princesa Yrena fue realmente feliz durante largo tiempo, sin embargo, tan sólo dos días después de las nupcias, en el corazón de la Princesa se instaló una aciaga sombra, la cual amenazaba con crecer y crecer hasta devorar toda aquella alegría.

Fragmento del Libro de Sârva

Aries

-¡Vuelve aquí ladronzuelo! –gritó furioso un viejo comerciante amargado al ver que Ignás salía corriendo de su colmado con las manos llenas de manzanas robadas.

Ignás era un chaval de unos catorce o quince años, no lo sabía del todo exactamente pues era huérfano; un par de años atrás se escapó del hospicio de mamá Yasmina porque sentía que ese no era su lugar y quería vivir aventuras como los héroes y las heroínas de los cuentos que ésta les contaba antes de ir a dormir. Las magníficas historias de magia, de grandes gestas, de reinos encantados y de hechizos que romper lo hacían soñar desde siempre. Si le preguntaban si tenía sueños, él siempre contaba uno que le era recurrente y en el que tenía el poder de dominar el fuego; esa ilusión onírica le ayudaba a justificar el color de sus ojos negros como el carbón y el brillante tono pelirrojo de su cabello que siempre estaba desordenado. También contaba que en el sueño había otros como él que dominaban otros elementos o regían lugares especiales, eso le hacía sentir mucho más importante que el resto de compañeros del hospicio. Ignás tenía un carácter vigoroso y fuerte, razón por la que chocaba constantemente con mamá Yasmina lo que la hacía enfadar a menudo y además cuanto más se enfadaba ella más satisfecho se sentía Ignás. A pesar de su horroroso comportamiento con los demás niños y niñas del hospicio y en especial con mamá Yasmina, Ignás era un chico cariñoso y bondadoso. Los quería a todos con locura y siempre que podía los ayudaba y los cuidaba con todo su empeño y corazón. Mamá Yasmina solía ser más exigente con él puesto que fue el primer niño que acogió en el hospicio y lo crío casi desde que nació, para ella fue su el primer hijo y como se solía decir en la región: el primero siempre abre los caminos y abrir caminos nunca es tarea fácil. El día que Ignás decidió marchar, mamá Yasmina y los demás niños estaban fuera, fueron a hacer una excursión por los bosques cercanos al hospicio para recoger frutas y bayas; el muchacho delgado y pelirrojo se coló en la habitación de mamá Yasmina para buscar papel, pluma y tinta con la intención de dejar una nota escrita. No se atrevió a decirle a mamá Yasmina frente a frente que se marchaba porque pensaba que intentaría retenerlo de cualquier forma. Así que dejó una nota escueta y escrita torpemente en la que se podía leer: “MAMA IASMINA T KIERO PRO KIERO BIVIR ABNTURAS NOS VMOS”. Y se marchó con la sola compañía de un fardo en el que guardó una hogaza pequeña de pan y una bota de piel con agua fresca. Sus pasos no lo llevaron muy lejos del hospicio de Mamá Yasmina, pero lo suficientemente lejos como para que no le buscaran. Fue a parar a una pequeña ciudad llamada Dhananjay, situada al extremo oeste de la Nación Esteryania, al pie de las Montañas del Fuego Durmiente. Gracias a su inteligencia, a su carácter vigoroso y a su carisma candoroso, halló un modo de vida para subsistir que no era otro que engañar a los comerciantes de la ciudad para acabar robándoles sus productos; fue así cómo se labró el nombre del Ladrón Rojo.

                Ignás corrió por la calle principal de Dhananjay con las manzanas en su regazo, dobló una esquina para perder de vista a un par de agentes que lo perseguían, dio un sorprendente brinco para engancharse a un muro de la calle y escaló ágil como una lagartija hasta lo alto de la fachada de ese mismo edificio. Una vez arriba se ocultó agazapado y vio cómo los dos agentes pasaron de largo sin percatarse de su huída. Ignás espiró el aire contenido en sus pulmones y volvió a respirar normalmente tras la carrera. Al cabo de unos segundos se levantó, miró su botín frutal y le dio un mordisco a una de las manzanas que estaba dulce, crujiente y muy fresca. Saboreó el bocado como si fuera la primera vez que comía manzanas y le supo a gloria. Se dio la vuelta para empezar a bajar de aquella azotea, pero se dio un buen susto pues no estaba solo. Alguien estaba detrás de él; era un hombre bastante alto y delgado, con la piel de la cara arrugada y de un tono cetrino pálido. Sus ojos eran más bien pequeños con unas pupilas extrañamente rojas, su nariz era larga, ancha y algo ganchuda en su final, tenía una boca bastante grande con unos labios finos y algo resquebrajados por el evidente paso de los años, su cabello gris y sedoso estaba recogido en una larga cola de caballo que le llegaba hasta casi el final de la espalda. Iba ataviado con una túnica negra que le cubría prácticamente todo el cuerpo y en sus pies calzaba unas robustas botas de cuero negras. Al cuello llevaba un colgante con un símbolo que Ignás no había visto nunca antes y que no supo describir del todo, le recordaba a un ojo atravesado por un rayo de tormenta. Un escalofrío le recorrió toda la espina dorsal.

-Tú eres al que llaman el Ladrón Rojo, ¿verdad?

-Así es… –contestó Ignás desconfiado– ¿Quién es usted?

-Mi nombre es Lavanon, soy el Regente de Dhananjay y mi función es impartir justicia. –contestó con un tono serio y una voz grave

-¿Está aquí para detenerme? –preguntó Ignás dando un paso hacia atrás pero deteniéndose en seco puesto que detrás suyo estaba el filo de la azotea y el vacío entre los edificios que le precipitaría al fondo de la callejuela.

-No. –sonrió siniestramente el Regente Lavanon– Vengo a tu encuentro pues eres muy famoso por tus habilidades y me gustaría poder explotarlas para nuestro beneficio.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir? –cuestionó Ignás sin comprender

-Verás jovencito, no tengo mucho tiempo para explicártelo todo, no obstante haré un esfuerzo para que entiendas cuáles son nuestros propósitos lo más rápido posible.

-Entendido. –Ignás asintió casi por inercia. En realidad no estaba del todo seguro si lo que le iba a contar aquel hombre le convenía o no, tampoco entendía muy bien qué hacía un alto cargo fuera de su cómodo despacho desde el que gestionar todo sin necesidad de salir de allí para ensuciarse las manos era sin duda una vida cómoda y tranquila. Y además había algo en el Regente Lavanon que le incomodaba muchísimo. No sabía qué era, pero su presencia le hacía sentir un dolor punzante en la boca del estómago.

-Bien, conoces un poco los alrededores de la ciudad, ¿verdad? Pues en lo alto de las Montañas del Fuego Durmiente hay una cueva que guarda un artefacto perdido tiempo atrás. Necesitamos extraerlo para ayudar a la ciudad a prosperar y mejorar. Hemos pensado que tú y tus habilidades evasivas pueden ser de lo más útiles para ayudarnos a conseguir nuestro objetivo.

-¿Por qué no envían a los exploradores o a los agentes del Cabildo? –preguntó Ignás muy extrañado por la petición del Regente Lavanon

-La verdad… –Lavanon carraspeó un tanto escandalosamente– Nuestros efectivos no pueden acceder a la cueva pues en su entrada hay una especie de sello ancestral que impide acceder a todo aquel que sea mayor de edad. Como comprenderás, no podemos enviar a un lugar tan peligroso a cualquier infante puesto que sería una imprudencia, pero tú eres especial, eres hábil, ágil, muy astuto y aún no has cumplido la mayoría de edad.

-No sé… –Ignás comenzó a cavilar y su mente le dio miles de ideas sobre el asunto, algunas lo cubrían de gloria y otras le lanzaban a pensamientos tenebrosos.– ¿Qué pasaría si decidiera no aceptar su propuesta?

-Lo arreglaríamos fácilmente. –contestó el Regente Lavanon con una mirada dura que clavó directamente en los ojos de Ignás quien sintió un nuevo escalofrío por dentro.

-¡Entendido! –afirmó Ignás cuadrándose de forma militar– Si tengo éxito en esa misión, ¿cuál será mi recompensa?

-Podrás pedir lo que quieras una vez consigas tu objetivo, jovencito. Entonces, ¿qué dices?

Ignás reflexionó unos instantes. Su mente iba a toda velocidad, se veía trabajando para el Cabildo en misiones de recuperación de artefactos, de captura de forajidos, se veía como un héroe que conseguía cumplir misiones, se veía rodeado de éxito y fortuna, pero también se veía fracasando e incluso pereciendo en ese primer encargo del Regente Lavanon. Por una parte pensaba que era la oportunidad que estaba esperando para vivir una aventura como las de los héroes de Mamá Yasmina, pero por otra el miedo le ponía alguna que otra cadena alrededor del cuello apretándole levemente. Finalmente, alzó la vista hacia el Regente Lavanon y con una mezcla de entusiasmo y temor le respondió.

-¡De perdidos al río!

-Bien, jovencito. –Aprobó el Regente Lavanon con su siniestra sonrisa– Reúnete mañana con nosotros en la puerta oeste de la ciudad al alba. No llegues tarde.

El Regente Lavanon tomó una de las manzanas del regazo de Ignás, la miró con gula, la frotó suavemente con la manga de su túnica negra, le lanzó una nueva mirada y finalmente se la llevó a la boca para darle un imponente mordisco. Ignás se estremeció pues esa forma de morder la manzana le pareció temible; tuvo la impresión de que una bestia iracunda destrozaba a conciencia una presa inocente. El Regente Lavanon devoró la mitad de la fruta y arrojó la otra mitad con un gesto de desdén. Ignás se giró para ver como parte de su botín destrozado se precipitaba contra el suelo de la callejuela. Ignás se volteó de nuevo hacia él; quiso llamarle la atención por haber desperdiciado una manzana tan valiosa, pero el viejo había desaparecido, esfumado completamente, sin dejar rastro alguno, como si nunca hubiera conversado con él, como si todo hubiese sido uno de sus sueños fantásticos.     

                Ignás regresó a su refugio; así es como llamaba el Ladrón Rojo al pequeño hogar que se había montado él mismo en lo alto de una torreta de defensa abandonada, protegida por almenas de piedra medio derruidas sobre las murallas del lado oeste de Dhananjay. Se acomodó en un atípico asiento hecho con trozos de madera recuperados de la calle y telas de algunas piezas de ropa vieja que encontró por la zona más alta y próspera de la ciudad; se comió dos manzanas observando las laderas escarpadas de las Montañas del Fuego Durmiente con sentimientos un tanto contradictorios: por una parte sentía emoción porque tenía la certeza de que iba a vivir su primera aventura como había deseado desde bien pequeño, pero por otro lado una pequeña voz interior le susurraba sin cesar todo el tiempo “desconfía”. Las Montañas del Fuego Durmiente se le aparecían por primera vez desafiantes, impenetrables, peligrosas y no tan sólo como un paisaje admirable y rico. ¿Qué ocultaban las grutas y cavernas de aquella monumental sierra escarpada? ¿Qué clase de artefacto buscaba el Regente Lavanon? Con esas preguntas rebotándole una y otra vez en su mente y con la vista puesta en aquel magnífico conjunto de impresionantes montes se durmió y soñó.

                Tuvo un sueño de aventuras, uno como los que le gustaba tener, uno repleto de misterio y emoción, sin embargo no le agradó en absoluto cómo terminó esa noche. Soñó que estaba frente a una abertura descomunal en la ladera de una montaña de piedra negra, una oquedad que entraba de lleno en las tinieblas del monte. Se acercó al imponente umbral donde un agudísimo silbido resonó en su cabeza y le hizo detenerse en seco a la vez que se tapaba los oídos instintivamente. Tras recuperarse del breve susto, caminó por el oscuro pasillo de piedra sin apenas ver nada hasta llegar a una estancia prácticamente circular en la que en el centro se hallaba un altar de piedra con un cáliz sobre el que flotaba mágicamente una esfera de cristal que parecía contener un violento incendio en su interior. Los virulentos movimientos que hacían las llamas cautivas del cristal iluminaban de forma grotesca y frenética toda la estancia. Ignás miró fascinado el objeto; “Eso es mi poder… ” pensó. De forma mecánica, casi inconsciente, acercó su mano lentamente al artefacto. Las llamas del interior de la esfera se arremolinaron con aún más furia. Ignás quedó hipnotizado en el acto por aquella extraña pero a la vez familiar magia. Finalmente su mano se posó sobre el orbe de cristal. El cristal se resquebrajó poco a poco, el fuego contenido comenzó a filtrarse y a quemarle la mano a Ignás quien no podía soltar el objeto. En cuestión de segundos el cristal se rompió en mil pedazos liberando por completo al fuego de su interior. Las llamas crecieron y crecieron hasta colmar la totalidad de la caverna. Ignás gritó de dolor pues notaba como el intenso calor le golpeaba a latigazos por todo el cuerpo. La horrorosa vorágine de fuego comenzó a danzar iracunda alrededor del muchacho envolviéndolo con la intención de engullirlo y consumirlo entero. Ignás aterrorizado y dolorido en extremo pudo distinguir rugido intenso y bestial que gritaba entre el estruendo de las llamas: “¡¡Quiero despertar!!” Ignás cayó de rodillas al suelo sobrepasado por la situación; el dolor y el miedo eran mucho mayores de lo que podía soportar y tan sólo deseó que aquello terminara. De pronto, la masa ardiente dejó de rodearle y comenzó a meterse dentro de él por sus poros, por sus orificios nasales, por sus oídos y hasta por sus ojos. La gran caverna volvió a estar totalmente a oscuras. Ignás era ahora distinto. Ya no había gritos de pavor. El dolor se había esfumado. En su interior no había ni un atisbo siquiera de miedo. Sobre su piel no había ni un rasguño, ni rastro de quemaduras, totalmente sano y salvo. Se miró las manos comprobando así cómo el poder del fuego estaba en su interior. Se sentía rebosante de una soberbia energía ígnea. Tras aquello se dirigió al pasillo de vuelta al exterior pero no pudo llegar a la salida. En medio del paso se topó de bruces con el Regente Lavanon quien clavó sus ojos rojos en él, esbozó una diabólica sonrisa para acto seguido pronunciar una frase: “Eres quien estoy buscando.”

                Ignás despertó a la mañana siguiente con un poco de dolor de cabeza. Su sueño no le había permitido descansar como hubiera querido, pero no tenía excusas, tenía que prepararse para marcharse a encontrarse con el Regente Lavanon y con su equipo de agentes del Cabildo para cumplir su misión. Preparó un hatillo con tres manzanas que le sobraron la noche anterior y lo cargó a su hombro con una vara de madera. Salió de su refugio, bajó al centro de Dhananjay y caminó por sus calles más tranquilo que de costumbre. Andó con parsimonia, con una lentitud que no le caracterizaba en absoluto pues siempre iba corriendo a todas partes. No obstante, aquella mañana quiso disfrutar del aire tempranero y fresco, del dulce aroma a pan que salía de los obradores cercanos, de la exótica esencia de café recién tostado que se colaba por algunas ventanas, del silencio calmo de las primeras horas del día, de la tenue luz del sol que se iba despertando al ritmo de la pequeña ciudad. Aquella mañana, Dhananjay le pareció distinta, le resultó desconocida a pesar del tiempo que llevaba viviendo ahí. Finalmente, dirigió sus pasos hacia la puerta del extremo oeste donde le había citado el Regente Lavanon. La descomunal puerta de madera maciza y pintada de rojo intenso le saludó silenciosa. Estaba cerrada a cal y canto con una cantidad exorbitada de mecanismos, engranajes y ruedas que chirriaban estrepitosamente cada vez que se abría el paso hacia el exterior de la ciudad. El chico observó con admiración de arriba abajo el gran portón flanqueado por las gruesas y antiguas murallas blancas de la ciudad.

-¡Buenos días muchacho! –saludó de una voz ronca el Regente Lavanon

-¡Hola! –contestó Ignás sobresaltado pues no se había percatado de la presencia del Regente que le abordó por la espalda

-Has sido sorprendentemente puntual muchacho. –halagó Lavanon con media sonrisa.

-Gracias. –respondió distante Ignás– He dormido poco.

-Espero que no afecte eso al resultado de tu misión, jovencito.

-Descuide. –Ignás iba a decir alguna cosa más, pero echó un vistazo detenido a la compañía que llevaba el Regente Lavanon y le extrañó el escaso número de efectivos que iban tras él.– ¿Cómo es que son tan sólo tres soldados?

-No hacen falta más. Es hora de marchar. –respondió con tono seco y tajante Lavanon. A continuación alzó su mano derecha e hizo un rápido ademán que fue seguido por un estruendoso crepitar de madera maciza combinado con el sonido metálico de mecanismos pesados encajando y desencajándose. La puerta de madera se abrió lenta y pesadamente frente a Ignás quien empezó a notar cómo su corazón se aceleraba por momentos, debido a la emoción por la aventura aderezada con unas gotas de inseguridad.

                De camino a las Montañas del Fuego Durmiente ninguno de los miembros de la expedición pronunció palabra alguna. De vez en cuando, Ignás echaba un vistazo discretamente por el rabillo del ojo tanto al Regente Lavanon como a los agentes del Cabildo. Lavanon llevaba su característica y elegante túnica negra, vestimenta que era de lo más habitual en Dhananjay utilizada en especial por personas de alto poder adquisitivo o importante relevancia política. Los que le parecieron un tanto siniestros fueron los agentes mismos; si bien en las calles de la ciudad, Ignás había sido perseguido en distintas ocasiones por varios de los cuerpos de la autoridad por sus actos, estos agentes especiales del Cabildo le eran extraños. Llevaban armaduras gruesas, aparentemente resistentes y de color negro metalizado, sin embargo no presentaban ningún tipo de galón o marca que indicara el grado militar que tenían; sus cabezas iban totalmente cubiertas por yelmos lisos, también negros, sin ningún tipo de marca distintiva o decoración. Las caras de los agentes permanecían cubiertas de una suerte de mallas negras, al igual que cualquier otra parte del cuerpo que no estuviera protegida con la armadura. Ignás se hubiera atrevido a decir que por el misterioso aspecto, no eran seres humanos. Tras andar largo tiempo por un sendero sinuoso que cada vez se estrechó y se elevó más y más, la curiosa comitiva llegó a la entrada de una caverna que se metía de lleno en las entrañas de las Montañas del Fuego Durmiente. Frente a esta las vistas panorámicas se perdían en el horizonte Esteryanio pasando antes por la majestuosidad de las murallas blancas, las viejas almenas y los edificios dispares de Dhananjay. Ignás oteó el paisaje con cierto agrado y se quedó unos segundos mesmerizado entre pensamientos agradables, recuerdos perdidos y un diminuto pero poderoso sentimiento de incertidumbre. El Regente Lavanon se paró tras el muchacho y le posó su mano sobre el hombro derecho. Ignás notó un repugnante escalofrío que corrió desde su rabadilla hasta la coronilla. Se volteó turbado hacia el Regente quien sonreía de una forma inquietante.

-¡Vamos! Tienes trabajo que hacer muchacho.

-¿Es aquí verdad? –preguntó Ignás con la voz un tanto temblorosa.

-Efectivamente. –asintió Lavanon sin abandonar su lúgubre sonrisa– Esta es la caverna que tienes que cruzar para llegar a la cámara en la que está el artefacto que necesitamos para el desarrollo de Dhananjay. ¿Estás listo?

-No estoy del todo seguro… –afirmó mientras se le escapaba una risilla nerviosa– ¿No puede acompañarme ninguno de sus hombretones?

-Desde luego que no. –confirmó Lavanon retomando una expresión seria y fría. El Regente se acercó a uno de los agentes y le susurró algo. Acto seguido, la mole de metal negro se lanzó sin pensarlo a la carrera hacia la entrada de la caverna. Justo cuando cruzó el umbral de entrada, un destello ardiente detonó contra el agente destruyéndolo por completo, dejando piezas de la armadura desperdigadas por doquier.

-¡Santa Sârva! –chilló horrorizado Ignás dando un salto hacia atrás– ¡No entro ahí ni en broma!

-El sello sólo afecta a los adultos. –explicó el Regente de nuevo con su sonrisa malévola en los labios.

-¿Cómo puedo creérmelo? –insistía Ignás con el corazón a punto de salírsele del pecho

-Ahora verás. –Lavanon agarró a Ignás y a otro de los agentes por sus respectivos antebrazos y los arrastró hacia la entrada de la caverna. Ignás comenzó a llorar y a berrear como un niño pequeño suplicando que lo soltara; el agente avanzaba al mismo paso que el Regente sin mostrar ningún tipo de reacción. Lavanon se plantó frente a la entrada con los dos individuos a cada lado y los forzó a acercar sus manos al umbral. Ignás cerró los ojos intentando sorber todas las lágrimas que estaban bajándole sin cesar por las mejillas y preparándose para soportar el dolor más intenso que su cerebro le obligaba a imaginar. Oyó como una intensa llamarada espetaba cerca de él. No sin temor, entreabrió un ojo y vio que su mano estaba ilesa, sin embargo la mano del agente del Cabildo había desaparecido por completo, dejando sólo a la vista una marca de quemadura muy intensa y apestosa. El Regente Lavanon soltó a ambos y se dirigió a Ignás con sorna– ¿Lo ves muchacho?     

                Ignás se secó las lágrimas deprisa pues no quería que pensaran que era un llorón, pero la verdad es que aquello le había asustado más que nada en lo que llevaba de su corta vida. Miraba angustiado al pobre agente que ya no tenía mano y los restos del otro que había sido completamente eliminado. Su corazón bombeaba a una velocidad frenética y su respiración estaba entrecortada por el mal trago. El Regente Lavanon clavó su mirada penetrante y malvada en los ojos del chico sin desdibujar su temible sonrisa.

-¿Estás listo muchacho?

-No lo tengo muy claro. –respondió Ignás tras hacer una pequeña pausa y carraspear un poco– ¿Hay más trampas del estilo dentro?

-No lo sé. –contestó el Regente incisivo– Por eso te elegimos a ti. Porque tú tienes la habilidad de llegar hasta el artefacto.

-¡Pero si soy sólo un niño!

-Para nosotros no. Para nosotros eres el que tiene que entrar ahí y retirar el artefacto del fondo de la caverna. Si no lo haces, te pasarás el resto de tu vida en las sombras de las mazmorras de Dhananjay.

Desde luego, Ignás no quería pasarse el resto de su vida en prisión, pero lo que acababa de presenciar le parecía una locura. Si tan sólo en la entrada había ocurrido eso, ¿qué otras locuras podían estar esperándole dentro de la caverna? Estaba claro que la cárcel no era una opción, pero la muerte tampoco. Se armó del poco valor que le quedaba dentro y se plantó frente a la entrada de la caverna, respiró hondo dos o tres veces para intentar calmar su estado y entró. No pasó nada. Entonces miró hacia el exterior y vio al Regente Lavanon parado frente al umbral sonriendo y despidiéndose con un gesto pausado de su mano.

                El Ladrón Rojo comenzó a caminar hacia el interior de la gruta que se hizo cada vez más oscura. La vista de Ignás se fue acomodando poco a poco a la falta de luz. Para no golpearse o tropezar o toparse eventualmente con alguna trampa como la de la entrada, Ignás tomó la precaución de avanzar pegado a la pared rocosa de aquel túnel oscuro. Tras caminar a tientas por el inhóspito lugar durante un tiempo que no logró identificar, divisó a lo lejos y al final de la oquedad, un diminuto punto de luz titilante. El brillo era intenso pero irregular pues destellaba sin cesar como una vela usada siendo terriblemente amenazada por una implacable brisa primaveral. A pesar de que su corazón dio un discreto pero incómodo vuelco en el fondo de su pecho, Ignás siguió avanzando sin pensárselo mucho. Cada vez estaba más y más cerca de la brillante e irregular luz que temblaba a lo lejos. Conforme se iba acortando la distancia, Ignás comprobó cómo el resplandor era cada vez más intenso y grande. Ahora tenía el tamaño de un puño. Siguió avanzando y pudo observar que el pasillo de piedra terminaba en una sala de planta circular cuya bóveda semiesférica estaba recubierta de estalactitas de tamaños diversos, algunas de las cuales acariciaban dócilmente con sus finales puntiagudos a algunas estalagmitas lo suficientemente altas y agudas. El suelo era irregular, con algún que otro pequeño desnivel de piedra afilada, no obstante, en el centro de la estancia, la tierra era lisa como si alguien la hubiera pulido a lo largo del tiempo. Ignás abrió los ojos estupefacto al ver qué es lo que había en el mismo centro de la pieza. No podía creérselo, pero allí estaba, tal y como la había visto en su sueño, sobre un altar pétreo y majestuoso, flotando como sostenida por algún tipo de magia ancestral, la vio brillante, intensa, ardiente y mágica: una esfera de cristal que contenía un fuego iracundo que fulguraba bailando a un ritmo frenético, caótico y poderoso. Su corazón se encogió otra vez por el asombro. Recordó su sueño como si lo estuviese teniendo de nuevo en ese preciso instante. Sus sentimientos contrarios se enfrentaron en ese preciso instante: por una parte notaba que había encontrado lo que estaba buscando, pero por otra supo que aquel hecho significaría que todo en su vida cambiaría.

                Ignás se acercó al altar de piedra con el corazón desbocado. Observó de cerca cómo las llamas se arremolinaban con virulencia dentro de su cárcel de cristal; estaba totalmente embelesado por todo lo que implicaba aquello. El poder del fuego… ¿Realmente era para él? ¿O bien era ese el artefacto que buscaba el Regente Lavanon como había visto en su sueño? ¿Para qué quería el Regente el poder del fuego? Las ganas de tomar entre sus manos el orbe de cristal y las dudas respecto a qué ocurriría si lo hacía se amontonaban como una montaña de problemas sin fácil resolución en la mente de Ignás. Por primera vez en su vida estaba en una encrucijada de la cual no lograba hallar la salida. Quería obtener el poder del fuego, ¡por supuesto! ¿Quién rechazaría tener algún tipo de poder mágico? Con ello podría ganarse la vida mostrando su talento ígneo a todo el mundo, haciendo algunos trucos o peligrosos malabares que dejarían al público atónito y agradecido. Podría viajar por toda Onyria y ser conocido en todas las ciudades, pueblos y aldeas, se haría un nombre y dejaría de vivir robándole a los tenderos de Dhananjay. Quizás incluso podría volver al hospicio de mamá Yasmina para agradecerle económicamente que lo cuidara desde pequeño. Pero, ¿y si todo aquello eran tan sólo sus ilusiones? Todo aquello le parecía maravilloso, sin embargo no podía olvidar lo que decía el Regente Lavanon al finalizar su sueño, justo en el momento en el que se topaba con él. Esa frase se quedó grabada a fuego en su memoria: “Eres quien estoy buscando.” ¿Por qué?

                Los pensamientos de Ignás que volaban a toda velocidad por su mente fueron interrumpidos por una voz profunda, lejana y algo ronca. Una voz que pareció surgir del crepitar vehemente preso en la esfera de cristal y que retumbó disipando casi todas las dudas. “¡Despierta al Señor de la Llama!” El muchacho borró cualquier atisbo de temor en su interior y decidido a seguir con la persecución de sus sueños, aproximó ambas manos al orbe de cristal, con las que formó una cuenca bajo la esfera flotante y la recogió con una suavidad inusitada en sus acciones diarias. De pronto el fuego que había sido prisionero del orbe de cristal se extinguió sin dejar rastro alguno. Ignás extrañado y algo irritado por lo ocurrido, comenzó a zarandear en el aire la bola que ahora había dejado brillar. Insistía enfadado y exigía que le otorgara el poder del fuego que tanto había buscado pero no ocurría nada. Tras unas cuantas sacudidas, el Ladrón Rojo quedó totalmente paralizado pues oyó en su interior cómo la oscura y fulgurante voz que había surgido del cristal ahora estalló en su mente: “¡Despierta Señor de la Llama!” Ignás dejó caer el orbe de cristal que quedó hecho añicos en el suelo. De nuevo la voz oscura y crepitante retumbó en él: “¡Despierta Señor de la Llama!”

-¿Lo oyes verdad? –preguntó el Regente Lavanon desde la entrada de la oquedad que estaba a oscuras y que él iluminaba tenuemente con una suerte de llama fantasmal y azul que surgía de la palma de su mano izquierda.

-¡¿Usted?! –preguntó Ignás sobresaltado al percatarse de la presencia totalmente inesperada del Regente.

-¿Puedes oírle verdad? –insistió Lavanon esgrimiendo su característica sonrisa más afilada que nunca– Oyes cómo ruega por despertar, ¿yerro?

-¿Qué es esto? –preguntó Ignás con un grito de incomprensión y tensión– ¿Qué es esta voz?

-La voz que oyes en tu interior es el deseo desesperado del Guardián Celestial del Fuego. Quiere salir de su letargo divino. –explicó el Regente sin tapujos mientras se acercaba siniestramente a Ignás con su fea y malvada expresión bien imprimida en su rostro.

-¡No entiendo nada! –aclaró el muchacho sin tener idea de qué era lo que estaba ocurriendo y temiendo que sus sueños no habían sido más que meras fantasías oníricas.

-Yo te lo explicaré. –afirmó Lavanon que se había situado detrás del chico– El Amo Avyasthâ está en guerra con su hermano, y nosotros, sus súbditos, los partidarios del caos tenemos una misión muy importante que cumplir para que la balanza se decante a nuestro favor. –Lavanon posó la mano derecha sobre el hombro de Ignás quien quedó inmovilizado por completo pues la superficie lisa de tierra se tornó en una armadura de piedra anclada al suelo firme que le apresó primero los pies, después las rodillas, tras eso la roca cubrió los muslos y finalmente la cintura. A continuación, Lavanon siguió con su explicación– Nuestra misión consiste en encontrar a los Guardianes Celestiales, entidades que surgieron del alma de la mismísima Diosa Creadora Sârva. Una vez localizamos a uno de los Guardianes debemos capturarlo y obligarlo a formar parte de nuestro bando para garantizar la victoria del Amo Avyasthâ. –la piedra que capturaba a Ignás siguió ascendiendo poco a poco por su cuerpo hasta cubrirle el torso y los brazos.– Lo curioso es que algunos de los Guardianes Celestiales cayeron un sueño tan profundo que olvidaron quiénes eran. Así que sus almas poderosas viven dentro de seres humanos corrientes, y esperan a ser llamados para poder despertar. A eso lo llamamos el Alma Etérea. Casi todos los Guardianes Celestiales tienen su alma presa en un cuerpo humano normal  y corriente, pero Agni, el Guardián Celestial del Fuego es diferente. –Por fin, la roca cubrió hasta la cabeza a Ignás quien no podía hacer nada más que escuchar con resignación e impotencia lo que le contaba el Regente Lavanon.– En un origen el Alma Etérea de Agni reposaba dentro de un cuerpo humano como los demás, sin embargo la Diosa Creadora Sârva pidió a su hijo Sansâra que ocultara el peligroso poder destructivo del fuego en un lugar oscuro, alejado, de difícil acceso y que lo mantuviera bien vigilado. Sansâra obedeció a su madre y separó el Alma Etérea de Agni del cuerpo en el que estaba dormida, después la encerró en un orbe mágico de cristal y lo guardó en lo más profundo de las cavernas de estos montes. –Lavanon posó su mano izquierda sobre la armadura de piedra y la llama azul que portaba en esta se unió a la roca. Un brillo azul pálido cubrió todas y cada una de las placas pétreas  durante unos segundos y después se desvaneció.– El sello mágico que colocó Sansâra en la entrada de esta cueva contenía la esencia del Alma Etérea de Agni y la sangre del cuerpo que la había albergado. De esta forma se impediría llegar hasta donde se ocultaba el orbe a cualquiera que no fuera el mismísimo Agni. Y una vez que alma y cuerpo se reunieran dicho sello quedaría anulado. 

-¡Maldita sea! –maldijo Ignás enfadadísimo desde el interior de su cárcel pétrea

-¿Lo has entendido muchacho? ¿Has comprendido por qué tenías que ser tú quien entrase en esta caverna? –preguntó Lavanon desafiante y osado

-¡Maldito! ¿Qué pretende hacer con el poder del Guardián del Fuego?

-Como ya te he dicho, nuestra misión es obtener el favor de los Guardianes Celestiales.

-¡No pienso ayudarle a usted en esa locura de guerra!

-No necesito que me ayudes voluntariamente. –aclaró Lavanon con un tono burlón– Sólo tengo que corromper tu alma y serás irremediablemente uno de los nuestros.

                Ignás intentaba patalear, golpear, moverse, escapar pero todo era en vano. El Regente Lavanon caminaba despacio alrededor de la cárcel de piedra recreándose en su inminente victoria a la vez que sugería Ignás que se moviera más y se resistiera todo lo que quisiese pues se cansaría antes y le sería mucho más sencillo conseguir su objetivo. Lavanon detuvo su marcha posicionándose frente a la grotesca escultura, metió su mano en un bolsillo de la túnica y extrajo un frasquito de cristal tapado con un corcho un tanto podrido por la parte inferior. En el interior de la botellita reposaba una suerte de limo negruzco. El Regente retiró el tapón de corcho y un sonido burbujeante chispeó efervescente además de algo asqueroso. Lavanon vertió el contenido del frasco sobre la roca que apresaba a Ignás y el limo oscuro se filtró ominoso entre la piedra. La infausta sustancia alcanzó al chico que gritó desgarradoramente de dolor al contacto con ella. En su voz agónica se pudo también distinguir un espantoso y ardiente rugido de ira para nada humano; Lavanon aguzó aún más si cabe su pérfida sonrisa comprobando que su estratagema para obtener el favor de Agni estaba funcionando. Tras aquello del interior de la armadura de roca, filtrándose a través de las placas de piedra, comenzó a brotar un humo morado. Lavanon estalló en carcajadas pues casi había conseguido su objetivo; a continuación metió su mano de nuevo en el bolsillo de la túnica del que sacó otra esfera de cristal como la que había encontrado Ignás. Poso el orbe sobre su mano derecha y lo acercó poco a poco a la roca a la vez que murmuraba una y otra vez algún tipo de sortilegio en la lengua de los Dioses Antiguos. Mientras el siniestro Regente conjuraba, el humo morado que surgía de entre las placas pétreas se fue dirigiendo a la bola de cristal para introducirse en ésta. Tras un largo rato la fumarada violácea ya colmaba por completo la esfera de cristal y los horrorosos gritos de angustia e ira que proferían Ignás y Agni dentro de él cesaron. El Regente Lavanon observó con satisfacción el interior de la esfera que mostraba unas llamas danzantes y violentas de color negro, violeta y gris.

-¡Gracias muchacho! ¡El Amo Avyasthâ estará muy complacido! –manifestó orgulloso  el Regente mientras se marchaba victorioso de la caverna.

Acuario

             Laya era una grácil muchacha, habitante de Mar Calmo, un pequeño pueblo pesquero al noroeste de la Nación Esteryania. Era la hija de un pescador que salía con puntualidad religiosa a faenar cada día con gran destreza obteniendo muy buenos resultados; su madre era una hilandera que retorcía filamentos con una precisión milimétrica y producía de las mejores hilazas que se habían hecho jamás. Sin duda, se trataba de una familia con una vida apacible, dedicada al trabajo y a cultivar las buenas costumbres y tradiciones familiares. Por eso, Laya era una persona entregada a la cultura familiar y desde una edad muy temprana comenzó a interesarse por el laborioso trabajo de hilandera que desempeñaba su madre con tanto tesón. En muchas ocasiones la había acompañado al telar en el que trabajaba, que estaba situado al lado del puerto y se había quedado durante toda la jornada laboral observándola para aprender el oficio con la esperanza de un día llegar a ser tan buena hilandera como lo era ella.

                Durante el verano, las hilanderas y tejedoras de Mar Calmo solían instalarse en el exterior del telar para poder ofertar en pequeñas paradas mercantiles los productos resultantes de su magnífico y elaborado trabajo. Era en esas ocasiones en las que Laya disfrutaba mucho más ya que ella se ponía en las paradas para ayudar a vender el tan preciado género que creaban a diario. Las hilanderas y tejedoras apreciaban su ayuda puesto que tenía un increíble don para agotar todas las existencias y conseguir recaudar el máximo beneficio para el gremio; razón por la cual, las hilanderas no se olvidaban nunca de invitar a Laya la venta de la hilaza cada verano.

                Fue precisamente en uno de esos veranos que la sosegada vida de Laya cambió radicalmente. Un buen y soleado día, en el que la brisa marina era fresca y agradable, Laya acudió al puerto de Mar Calmo, dispuesta a usar su habilidad para vender todo el género que habían estado produciendo las hilanderas. Como cada mañana, algunos de los marinos y pescadores de la zona que volvían de faenar en el Mar de Esteryania se quedaban atónitos observando a la muchacha realizando aquella labor con el empeño que desprendía. Tenía a todo el mundo encandilado con su gran sonrisa y su amabilidad que invitaba a  comprar la hilaza de tan buena calidad que producían aquellas hábiles mujeres.

                Pero aquella mañana, la tranquila y rutinaria vida en Mar Calmo se vio truncada por algo que sus habitantes jamás antes habían vivido. Un anciano, que había sido marino mercante en su juventud, estaba sentado en el porche de uno de los barracones del puerto, observando el horizonte como hacía cada mañana recordando los viejos tiempos; sin embargo ese día se levantó casi de un salto de su sillón de mimbre trenzado, atónito por lo que estaban presenciando sus pequeños y cansados ojos: a lo lejos divisaron una flota de grandes buques de vela que se acercaban hacia Mar Calmo. El viejo se acercó, no sin dificultad y apoyándose en un bastón, a uno de los muelles de madera del puerto para observar de cerca la llegada de aquellos navíos. No sabía el por qué, pero algo en su interior le decía con amargura que muy probablemente no traerían buenas noticias.

                Laya, que en aquel momento se encontraba sumergida de lleno en su tarea veraniega de venta, casi no se percató de lo que ocurría hasta que una suerte de sensación en su interior, a la altura del estómago, la hizo detenerse en seco. Alzó la vista y se fijó con una incómoda sorpresa que todo el mundo a su alrededor había cesado sus quehaceres diarios, pues se encontraban todos observando mesmerizados el horizonte. Aquellos enormes barcos de vela, que tenían en Babia a todos los habitantes del pueblo, se acercaban raudos a las orillas de Mar Calmo como un inevitable presagio cargado de fuerzas negativas. Como atraída por el efecto embrujador arrastrado por la brisa marina, Laya caminó con aire fantasmagórico hasta el muelle donde estaba el viejo del sillón de mimbre. Se detuvo con los ojos quedos sobre aquella flota que se acercaba.

                Algo extraño le ocurrió entonces; mientras seguía mirando hipnotizada, en lo más hondo de su mente, en algún lugar oscuro en el que todavía ningún pensamiento había podido llegar, resonó tímidamente una especie de llamada lejana, demasiado lejana, casi de otro mundo. Un susurro etéreo que se repitió una y otra vez. Muy despacito. Al principio casi inaudible, pero muy claro.

Laya…

Un susurro de otro plano, extrañamente familiar.

Layâ…

Sonaba a su nombre, sí. Pero de alguna manera le parecía distinto.

Lajâ…

Cada vez le era más extraño.

Jâla…

-El mar me está llamando –susurró sin apartar la vista de los buques

-¿Qué dices niña? –le preguntó con voz ronca el anciano mirándola por el rabillo del ojo.

-El mar… Jâla…

                Cuando los buques alcanzaron los muelles del puerto de Mar Calmo, fue como si todos los habitantes salieran de ese extraño trance en el que les había sumido aquella visión nada habitual.

¿Dónde está mi padre? –preguntó Laya al viejo apresuradamente, como quien se despierta tarde una mañana.

-En la lonja, con los demás pescadores, vendiendo el género, supongo. –respondió aquel anciano todavía sorprendido por el brusco cambio de actitud que tuvo Laya.

-¡Gracias! –dijo la muchacha mientras salía disparada en dirección a la lonja.

Laya corrió con todas sus fuerzas hasta la lonja; abrió las puertas dobles de entrada de par en par, jadeando con fuerza y transpirando por la carrera.

¿¡Dónde está mi padre!? –preguntó con un fuerte grito que hizo que todos los comerciantes de la lonja y los pescadores se giraran hacia la entrada.

-¿Qué ocurre Laya? –respondió su padre preocupado por el alarido que acababa de proferir su hija, mientras salía de entre la muchedumbre.

-¡Vienen a por vosotros! –contestó alterada y lanzándose entre lágrimas a los brazos de su padre.

-Calma hija –intentó tranquilizarla mientras la abrazaba– Cuéntame, ¿qué ocurre? ¿Quiénes vienen a por nosotros?

-Los buques –dijo entre sollozos– La voz del mar me lo dijo. Susurró mi nombre y me avisó que venían a por vosotros.

                Alguien entre los trabajadores de la lonja miró por una de las ventanas tras lo cual alertó al resto de que en el puerto habían atracado una gran cantidad de barcos de vela que no había visto nunca. Al oír eso, todo el mundo salió de la lonja para lanzarse al muelle con rapidez para presenciar aquello. Laya, todavía en el interior del local, arreció el abrazo a su padre rogándole que no saliera, porque si salía de allí se lo llevarían para siempre. Al cabo de unos segundos, Laya y su padre salieron de la lonja atraídos por el rumor de los habitantes de Mar Calmo. Una vez fuera, Laya agarró la mano de su padre con tanta fuerza que hasta le hizo daño; el hombre tan sólo la miró con expresión preocupada.

                Mientras todo el pueblo de Mar Calmo se reunía en el puerto frente a los enormes buques que acaban de atracar, de estos comenzaron a descender de forma ordenada, siguiendo un ritmo constante y decidido marcado por sus propios pasos, varias decenas de personas ataviadas con imponentes armaduras brillantes que casi parecían forjadas por los Dioses. Algunos equipaban también grandes lanzas con un estandarte en el que ondeaba un símbolo extraño parecido a al sol pintado de morado oscuro. Todos y cada uno de esos extraños guerreros se pararon frente a los habitantes de Mar Calmo como siniestras estatuas férreas. De uno de los buques se oyó una atronadora voz que restalló por todo el pueblo e hizo estremecer a más de uno de los presentes. La masa de guerreros se separó creando un perfecto pasillo que iba desde la embarcación de la que había resonado la voz hasta el muelle donde estaban todos los Calmeños observando. Del barco descendió un hombre anormalmente alto, con una corpulencia considerable, ataviado con una armadura idéntica a la del resto de guerreros que lo acompañaba; tenía una larga melena blanca que llevaba recogida en una cola de caballo de forma muy elegante, su piel era de una tez anómalamente blanca, tenía las facciones muy duras, muy marcadas, con una quijada casi cuadrada, una nariz ancha y algo chata y sus ojos desprendían un brillo casi infernal. Laya puso su temerosa mirada sobre aquella descomunal bestia y sintió como un gigantesco vacío se le hacía en el interior y la arrastraba poco a poco a un lugar oscuro y frío.

-¡Oídme bien habitantes de Mar Calmo! –vociferó el gigante con una voz ronca y profunda– ¡Mi nombre es Bakasuron! Y ostento el título de Dios Antiguo, Señor de la Guerra y Portador de Odio. Mi Señor, Hijo de Sârva la Creadora, Regente del Caos, el Dios Prístino Avyasthâ, se ha declarado el auténtico dueño de todo el Universo; en estos aciagos tiempos, se encuentra en una cruzada contra su hermano. Para salir victoriosos de la guerra que se ha iniciado entre ellos dos, nos ha enviado a sus fieles emisarios por todo el mundo de Onyria, para encontrar las Almas Etéreas y reclutarlas para nuestro ejército. Sabemos que una de esas Almas Etéreas está en este pueblo y hemos venido a reclamarla.

                Los Calmeños miraban a un lado y a otro, sumergidos en el temor provocado por el sólo nombre del Dios del Caos y en la incomprensión surgida de las palabras del siniestro Dios Antiguo. El murmullo de la gente empezó a correr en todas direcciones transportando dudas, preguntas y ruegos a los Dioses para que no ocurriera una desgracia en aquel pacífico lugar. Impacientado, Bakasuron alzó su oscura voz de nuevo contra Mar Calmo.

-¡Decidme! ¡¿De quién se trata?! ¿Quién posee el Alma Etérea!

-Me parece que no encontraréis lo que buscáis en este lugar, Señor. –intervino el anciano del porche abriéndose paso entre la gente para situarse frente al gigantesco ser– No creo que tengamos algo así. Somos tan sólo un humilde pueblo pesquero.

-El Alma Etérea no es un objeto tangible –explicó rugiendo Bakasuron– El Alma Etérea está dentro de uno de vosotros. Si no tienes el Alma Etérea, viejo, es mejor que te apartes.

-¡Qué malos modales tenéis para ser un Dios! –protestó el anciano– ¿Cómo podemos saber quién tiene el Alma Etérea entonces?

-Los portadores del Alma Etérea tienen un don especial –contó Bakasuron tras emitir un gruñido de fastidio– algo que los hace diferentes al resto.

A pesar de la honda congoja instalada en Mar Calmo, la explicación de aquel intimidante Dios gigante les pareció vaga y laxa a casi todos los presentes; como consecuencia siguieron murmurando entre ellos preguntándose quién podría ser esa persona a la que buscaba Bakasuron. Pasaron unos minutos en los que las demandas del Portador de Odio no fueron satisfechas y este pasó de la impaciencia al enfado.

-¡Ya está bien! –objetó irritado Bakasuron resoplando pesadamente– ¡Prended a todos los hombres y subidlos a bordo! ¡Averiguaremos quién es el portador del Alma Etérea en cuanto partamos!

Los guerreros de brillantes armaduras que habían permanecido totalmente inmóviles, empezaron a moverse para cumplir las órdenes de capturar a todos los hombres de Mar Calmo. Aquello provocó reacciones dispares cuanto menos: unos huyeron despavoridos, otros plantaron cara a los soldados siendo capturados inevitablemente. El padre de Laya, henchido de valor y rabia avanzó firmemente entre los enfrentamientos casi sin ser percibido, hasta plantarse frente a Bakasuron para lanzarle una mirada desafiante directamente a los ojos. Laya, horrorizada, con los ojos inundados completamente se lanzó tras su padre y lo agarró del brazo para tirar de él e intentar hacerle marchar del lugar. El rostro de Bakasuron mostró una pincelada de curiosidad frente a aquella afrenta y esbozó una ligera sonrisa.

-Así que un valiente, ¿eh? –espetó Bakasuron con sorna

-¡Detén esta locura! –gritó seriamente el padre de Laya

-Podrías ser tú. –musitó Bakasuron algo sorprendido– Ninguno de mis guerreros ha reparado en que te acercabas a mí. Ni siquiera yo te he notado venir.

Laya tiraba del brazo de su padre con todas las fuerzas de las que disponía, pero no se movía ni un ápice. Bakasuron levantó su mano izquierda en el aire y chasqueó los dedos; en el acto, todos los guerreros armados se detuvieron y regresaron a los buques llevando a los capturados con ellos. En los muelles sólo quedaban algunos Calmeños escondidos entre trozos de madera, paradas de venta de productos maltrechas por la rebatiña o detrás de alguno de los porches y en sobre el muelle donde prácticamente todo había ocurrido tan sólo quedaban el padre de Laya parado frente a Bakasuron, y Laya que seguía intentando llevarse a su padre.

-¡Tú vienes conmigo! –aseveró Bakasuron agarrando con su gigantesca mano al padre de Laya y empujándola a ella para hacerla a un lado– El Alma Etérea de los mares debe de estar dentro de ti.

-Laya, cuida de tu madre. –pidió el hombre con voz segura mientras era arrastrado inevitablemente al interior del barco.

Laya permaneció inmóvil ante el suceso. Los buques se alejaron casi tan veloces como habían llegado a Mar Calmo. Pasaron tan sólo unos pocos minutos, pero a Laya le dio la sensación de que el tiempo se había paralizado. La culpa se la estaba llevando a un lugar profundo, frío, inhóspito y terrible. El abrazo desesperado de su madre la trajo de vuelta a la realidad.

-¡Laya! ¿Estás bien? –preguntó preocupada

-¡Mamá! –respondió Laya como quien despierta de golpe.– Papá… ¡Se han llevado a Papá!

-Lo he visto, cariño. ¡Ha sido terrible! Pero estamos tú y yo aún. –intentó consolarla

-Es mi culpa…

-No hija mía, tú no te has llevado a tu padre.

-Pero yo sabía que venían a buscarle… Me lo dijo el mar…

Durante el resto del día, las madres, los hijos e hijas de Mar Calmo lloraron las pérdidas mientras recogían y reparaban los destrozos resultantes del enfrentamiento contra los guerreros de Bakasuron.

                La noche cayó. Las lámparas de aceite de cada casa se fueron apagando gradualmente. Mar Calmo quedó sumido en la total oscuridad. El silencio de la noche únicamente truncado por el rumor de las olas del mar arrastraba una brisa densa y triste. Laya yacía en su cama, con el corazón compungido. La culpa seguía creciendo en su interior y a pesar de la ensordecedora quietud del momento no podía dormir.

Laya…

Resonó con una dulzura paternal en su mente.

Layâ…

Otra vez, su nombre, pero no sonaba del todo igual.

Lajâ…

Extraño, sin embargo familiar

Jâla…

Laya se levantó y se dirigió a la puerta de su casa. Su madre, alertada por el sonido de los pasos de su hija en el suelo de madera, salió a su paso.

-¿Dónde vas Laya?

-El mar… –susurró la muchacha sin apartar la vista de la puerta– Me está llamando el mar…

Laya abrió la puerta, y el frescor húmedo de la noche le besó suavemente en la frente. Salió de su casa, caminó descalza, con un aire fantasmal por las calles del pueblo hasta llegar al muelle. Su madre la siguió preocupada intentando detenerla, pero no hacía ruido porque no quería despertar a los vecinos que ya habían sufrido bastante.

-¡Laya volvamos a casa! –ordenó su madre intentando no alzar mucho la voz

-El mar… –repetía Laya una y otra vez como mesmerizada por el susurro que repetía y deformaba su nombre.

Laya avanzó hasta el borde de un embarcadero. Su madre la agarró del brazo para evitar que se cayera al agua. A lo lejos, más allá del horizonte, un resplandor carmesí atravesaba el paisaje de forma misteriosa, danzando sensualmente, curvando hacia un lado y otro alternativamente su silueta luminosa. Laya se dio la vuelta hacia su madre y la miró con ternura.

-Voy a buscar a papá. –resolvió con una seguridad que perturbó a su madre.

Se dio la vuelta, saltó al agua y nadó hacia el fondo, cada vez más hondo, dejando atrás el llanto desconsolado y las súplicas de su madre.

Laya…

Sólo oía aquel susurro que la llamaba desde el fondo del mar.

Layâ…

Cada metro que descendía en profundidad el susurro se volvía más audible.

Lajâ…

Y aún más.

Jâla…

 Su nombre había cambiado, sin embargo le resultaba extrañamente más adecuado ahora. Siguió nadando aún más al fondo. El aire que tenía dentro ya había salido por completo y se había ido burbujeando grácilmente a la superficie. Se le agotaban las fuerzas, pero seguía nadando con tesón pues tenía que rescatar a su padre. Su cuerpo empezaba a fallar: le dolía el pecho por el esfuerzo y la ausencia de aire, los músculos ya no tenían fuerza y su avance se había detenido, su mente poco a poco se iba apagando en una especie de sueño muy lejano con un regusto algo amargo pero a la vez mágico. Sus ojos se cerraron y quedó inmóvil rodeada de agua salada y oscuridad. Despacito, su cuerpo fue descendiendo cada vez más hasta perderse en las profundidades.

Laya…

Layâ…

Lajâ…

Jâla…

Despertó en un lugar frío, su camisón y su pelo ondeaban mecidos por una apacible corriente marina. No había aire en ese lugar, no obstante respiraba. “¿Qué ha ocurrido?” pensó. Frente a ella, la penumbra marina se disipó tras un cegador destello blanco. La voz que había susurrado en su mente se dirigió a ella con una claridad solemne.

-Has escuchado la llamada.

-¿Quién es?

-Sansâra es mi nombre –respondió aquella grandilocuente voz

-¿El Dios Prístino? ¿Hijo de Sârva la Creadora?

-Así es. Y tú, Laya de Mar Calmo, posees lo que buscan los secuaces de Avyasthâ.

-El Alma Etérea… –esas palabras salieron de Laya como un suspiro que se da tras un esfuerzo exigente.

-Por eso has podido oír mi llamada.

-¿Qué significa?

-Enseguida lo entenderás, querida.

El destello centelleó de forma sorprendente frente a Laya quien comenzó a notar cómo cambiaba su cuerpo: la piel se le tornó de un tono azulado como el mar en un imponente y soleado día de verano, las pupilas de sus ojos se encogieron y cambiaron de forma hasta convertirse en las de un reptil, su pelo se volvió parecido a las algas marinas que ondulaban mecidas por las corrientes, entre sus dedos, tanto de los pies como de las manos, brotaron membranas cartilaginosas, sus uñas se transformaron en poderosas garras, y la integridad de su cuerpo se recubrió de una suerte de armadura de escamas que ella identificó como las de los dragones de los cuentos.

-Jâla es tu Alma Etérea –explicó la voz de Sansâra– Jâla en la lengua de los Dioses es el agua, es el mar, es la lluvia, los ríos y los lagos. Jâla es la Guardiana Celestial del Océano.

-Entiendo. –asintió Jâla– Ahora, voy a rescatar a mi padre.

Jâla nadó rauda y desapareció en las aguas de los mares de Esteryania.

A la mañana siguiente, los habitantes de Mar Calmo despertaron con el pesar de la madre de Laya, quien había pasado la noche llorando desconsolada, en el embarcadero donde vio a su hija saltar al agua. Muchos se acercaron para tratar de darle su apoyo. A pesar de lo terrible de la situación, la tortura de la pérdida de dos seres queridos se vio interrumpida por un asombroso hecho. Un niño Calmeño oteó al horizonte y gritó con entusiasmo: ¡Están volviendo! A lo lejos, los habitantes de Mar Calmo que se habían apelotonado sobre el muelle pudieron contar una quincena de barcas que se acercaban al puerto. En dichas embarcaciones navegaban todos y cada uno de los hombres que se habían llevado los guerreros de Bakasuron. Al arribar a puerto, cada uno corrió hacia sus respectivas familias para fundirse en abrazos y lágrimas de soslayo. Los padres de Laya no fueron una excepción.

-¡Has vuelto! –sollozó la mujer dándole a su marido un cálido beso en los labios.

-Sí. –contestó sonriendo el hombre– Hemos vuelto todos. Laya nos ha salvado.

-¡Laya! ¿¡Dónde está!?

-Ahora ella es el mar.

Era extraño, pero aquellas últimas palabras del padre de Laya, se volvieron una especie de reconfortante lema.

La madre de Laya echó la vista al horizonte. Su pecho exhaló un suspiro y de sus labios salieron las mismas palabas: Ahora ella es el mar.

 

Jâla o la Dama del Mar.

Fragmento del Libro de Sârva, La Gran Guerra de los Dioses