El Inframundo abrió su infame boca como una bestia diabólica muestra sus temibles y hediondas fauces en el momento en el que va a devorar a alguna presa incauta. Un viciado y pesado aire golpeó ominoso en la cara a la Gran Divinidad del Cosmos que aguardaba frente al umbral entre el reino de los vivos y el dominio de los muertos. Su larga melena plateada ondeó ante tal impacto, su rostro prácticamente blanco dibujo una mueca de asco que contuvo como pudo. Frente a él, se mostraron los hostiles peldaños de tierra que descendían a lo más profundo de un abismo tan negro como una noche sin luna. Echó su pie derecho adelante y comenzó a descender por la lúgubre escalinata. Conforme bajaba por aquella interminable escalera, la armadura de oro que cubría su tonificada anatomía iba corrompiéndose poco a poco; no le sorprendía que el aire de la muerte concentrado en aquel lugar tuviera ese efecto, no era la primera vez que iba a los infiernos, no obstante sabía que no era buena señal.
Resultaba fácil perderse en las intrincadas cavernas del Inframundo que había al final de la infernal escalera, sin embargo Sansâra las conocía bien pues su madre le enseñó a memorizar todos y cada uno de los túneles, pasadizos y pasajes que había allí. A pesar de su detallado conocimiento del lugar, algo le estaba empezando a molestar y era el inusitado hecho de que algunos de los pasillos habían cambiado, algunos de los giros o algunas de las esquinas ya no eran las mismas y algunos de los pasajes conducían a lugares diferentes. “El poder del Caos está creciendo demasiado en este lugar” pensó. Tras un buen rato de caminata por aquellos túneles inestables, llegó a un lugar que creía conocido, más había cambiado tanto que le pareció que estaba en un sitio completamente distinto. El Desierto del Final, un pabellón del Inframundo destinado a las almas de los que mueren por la edad, por la enfermedad, por un accidente o por causas ajenas, solía estar inundado de una luz portadora de serenidad y calma; también solía mostrar una vasta extensión de arena fina, de color blanco que podía sosegar hasta el más grande de los pesares. Sin embargo, Sansâra halló un desierto cuyas cándidas arenas se habían tornado pequeños e irregulares fragmentos de cristal afilado de un tono marrón oscuro y el horizonte se mostraba rojo como un funesto mar flotante de sangre. Sansâra no pudo percibir ni una sola alma; sin duda era un mal presagio. Su preocupación por el crecimiento desmedido del poder del caos le dio entonces una desagradable bofetada de realidad.
Tras visionar el desolador aspecto del Desierto del Final y recuperar un poco el ánimo, Sansâra continuó su paso por otros pasajes subterráneos, sinuosos y oscuros, hasta llegar a otro de los pabellones del dominio de los muertos. El Bosque del Olvido, refugio de las almas de los fallecidos por los menesteres azarosos del desamor, había sido siempre un lugar paradisíaco, cubierto de una infinita capa de hierba fresca salpicada de flores variadas de todos los tipos, colores y tamaños, y a su vez coronada de frondosos cerezos encerrados en una primavera eterna. Sansâra ahora sólo veía un paraje desolador de tierra baldía, seca, resquebrajada y sin vida, rematada con troncos muertos, ennegrecidos por el aire funesto que allí se respiraba. Al igual que en el Desierto del Final, tampoco encontró ningún alma en este sitio. Su ánimo volvía a flaquear abriéndole la puerta al desasosiego. Sansâra emprendió de nuevo la marcha, esta vez con un poco más de celeridad pues ya era bien consciente que el tiempo apremiaba. Sus pasos lo condujeron hasta el tercer pabellón del Inframundo, la Caverna de las Llamas; de por sí, era un lugar terrible en el que las llamas purificadoras del infierno hacían arder todos y cada uno de los crímenes y pecados cometidos por las almas que allí llegaban. Ver los remolinos ardientes del fuego infernal danzando y sacudiéndose violentamente de un lado a otro, colmando todos y cada uno de los rincones de la caverna y además dejando colosales marcas incandescentes en las paredes de piedra, era sin duda un asombroso y temible espectáculo. Sin embargo, sólo flotaba un aire tan denso que Sansâra podía cortarlo con el filo de su espada y tan malévolo que hasta él mismo sintió una punzada en el corazón. Sansâra notó que centenares de almas corruptas saturaban grotescamente la totalidad de aquella infausta caverna; sin duda Avyasthâ y su poder del caos eran los responsables de causar ese terrible desequilibrio y Sansâra debía solucionarlo cuanto antes, sino el inframundo podría desbordarse de almas corruptas que acabarían enfermando al resto del universo. Frente a aquel horroroso panorama, Sansâra desenvainó su espada, se retiró unos pasos atrás para alejarse un poco del umbral de entrada a la Caverna de las Llamas y dibujó con la hoja en el aire un símbolo circular que contenía diversos emblemas mágicos. Acto seguido, la entrada a la caverna quedó sellada con una barrera de luz celestial. Una astucia útil, más no duradera.
Sansâra envainó de nuevo y deseó que aquella artimaña le diera tiempo suficiente para poder solucionar el desequilibrio del Inframundo. Entonces, echó a correr con la intención de dirigirse a lo más profundo de las cuevas del lugar, quería llegar al centro del Inframundo cuanto antes. Sus zancadas eran ágiles, pero a pesar de la presteza de la que era dueño, Sansâra tenía la impresión de no avanzar tan rápido como quería, como si el poder del caos le ralentizara a posta. Sentía su cuerpo cada vez más pesado, como si su armadura prácticamente oxidada en su totalidad lo arrastrara hacia el suelo intencionadamente. Cuando llegó a su destino se detuvo a retomar el aire; sus jadeos dolían en el pecho pues el ambiente en esa área estaba todavía más corrompido que en los túneles superiores. El olor de la muerte era denso, punzante y acre; se le colaba en el interior y le debilitaba a cada segundo que pasaba allí. Sansâra se recompuso tanto como pudo y avanzó por la gran gruta a la que acababa de entrar. Más o menos en el centro de la gran oquedad de piedra había un descomunal lago subterráneo, al que Sansâra le había puesto el nombre de Laimas, que en la lengua de los Dioses evocaba el destino. Este lago se alimentaba normalmente de tres ríos que descendían de los tres pabellones del Inframundo: del Desierto del Final bajaban las sosegadas aguas del Acher, del Bosque del Olvido surcaban las plácidas aguas del Styx y de la Caverna de las Llamas bajaba el furioso y llameante Pyritoos. El Laimas solía ser un lugar muy activo y funcional, Sansâra se atrevería a decir incluso que era agradable pasear por los alrededores a pesar de estar en el dominio de los muertos; no obstante, ahora se mostraba como un pantano estéril, pues los cauces de los ríos estaban totalmente secos y el fondo embarrado de una sustancia negra y pestilente que parecía burbujear de forma grotesca y amenazante. Al acercarse a la orilla, Sansâra tuvo que echarse las manos a la boca y la nariz para retener una poderosa e irrefrenable arcada. Observó que en el medio del Lamias corrupto, hundiéndose sin prisa pero sin pausa en el cieno hediondo se hallaba lo que parecía un trono hecho enteramente de huesos amarillentos y astillados. Aquella era la prueba definitiva de que todo estaba mal y de que el equilibrio del universo iba a la deriva. “¡He de despertar a Syâma!” se dijo a sí mismo.
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No te preocupes cariño, todo está bien. –dijo Yasmina con tono tranquilizador mientras limpiaba con un trapo de tela de seda el estetoscopio de madera tras retirarlo del vientre de Kareen.
-Así pues, ¿el bebé está bien? –preguntó algo temerosa la joven muchacha posando sus manos sobre el vientre.
-Sí. No tienes de qué preocuparte –insistió Yasmina sonriendo mientras preparaba algún tipo de brebaje para dárselo a Kareen.
-¡Lo ves! –dijo con alegría Tarín a la vez que abrazaba a Kareen y le daba un tierno y efusivo beso en la mejilla. – ¡Todo va a ir bien! ¡Vamos a tener un bebé la mar de sano!
-Aún así… Tengo miedo…
-No debes tener miedo, querida. –le dijo con mucha delicadeza y amabilidad Yasmina tendiéndole la bebida. –Tómate este tónico, te vendrá bien. Es una infusión a base de hojas de frambuesa, para ayudarte a tonificar los músculos para que tu bebé pueda salir con más facilidad; también le he añadido hierbabuena y jengibre para evitar inflamaciones y malestares. No tienes nada que temer.
-Gracias. –Kareen dio un sorbo a la mezcla, tragó suavemente disfrutando del agradable y fresco sabor.– Tengo miedo por las cosas que dice la gente del pueblo… Dicen que los Dioses están en guerra y andan capturando a gente para luchar en sus nombres… Me aterra que también haya monstruos ente sus huestes… No sé en qué clase de mundo va a nacer nuestro bebé.
-Amor, no te preocupes. –dijo Tarín abrazándola contra su pecho con fuerza.– Yo estoy a tu lado y siempre lo estaré. Nuestro bebé crecerá en un mundo que quizás esté patas arriba, pero cuidaremos siempre de él.
Yasmina ayudó a Kareen a levantarse de la cama en la que la estaba atendiendo y la animó a que saliera a caminar y a tomar un poco el sol. Tarín la acompañó al exterior y se fueron a dar un buen paseo en dirección al pueblo que no quedaba muy lejos.
Yasmina recogió y limpió la habitación bastante deprisa. Era la primera hora de la tarde y hacía un día estupendo, así que pensó que podría invitar a los niños a salir a pasear y a acercarse al lago que había a unos minutos de donde vivían. La Nación Esteryania tenía altiplanos alejados de la costa en donde solía haber pequeños pueblos y aldeas cerca de lagos y ríos, sin duda era una región rica en vegetación, llena de senderos y rutas bonitas en las que perderse en los días calmos y soleados. Yasmina cerró la puerta de la habitación donde atendía a los pacientes, se dirigió a la estancia principal de la casa y llamó a todos los niños alzando la voz con tono musical y materno. La casa que había estado en un increíble silencio, hizo que la vieja madera comenzara a crujir con quejidos chirriantes y rítmicos. Una quincena de niños bajaron entre risas alegres las escaleras que conducían desde la primera planta hasta el gran recibidor. “¿Dónde estás mamá Yasmina?” preguntó uno de los más pequeños como incitando al juego del escondite. “Frío, frío” contestó Yasmina desde el salón principal, lo que hizo que todos los infantes corrieran pasillo abajo hasta llegar allí. Uno a uno y de forma bien ordenada fueron saludando a Yasmina: algunos chocaban sus palmas con las de la mujer, otros le pedían un abrazo y otros tantos le daban un beso en la mejilla. Yasmina pidió que se calmaran un poco y procedió a explicarles la actividad que había pensado para ellos esa tarde. Los niños estallaron en un clamor festivo al saber que iban al lago, les encantaba bañarse en esas aguas cristalinas, perseguir alguna que otra trucha despistada y descansar sobre la hierba verde. Así pues, Yasmina ordenó a su tropa infantil que subieran a sus habitaciones a calzarse debidamente para la excursión y les indicó que en diez minutos saldrían. Ella por su parte, fue a su habitación y se cambió la ropa; se quitó la bata blanca que ella misma se había confeccionado y se puso un vestido de tirantes y falda hasta la rodilla de color morado que cuatro de las niñas, asistidas por Kareen, habían cosido para ella por su anterior cumpleaños. Se sentó en un taburete que tenía frente a un tocador y se miró al espejo sonriendo. “Se empiezan a notar los años” pensó. Su pelo liso y largo, que había sido negro pero muy brillante, ahora empezaba a clarear y se estaba volviendo gris plata. Su rostro que siempre había reflejado alegría y bondad a pesar de haber tenido una vida difícil, mostraba ahora unas cuantas líneas de expresión: se le marcaban los hoyuelos de forma arqueada en las comisuras de los labios, la barbilla también había adquirido un ligero pliegue que se mostraba cuando ella bostezaba o sonreía, y las esquinas externas de sus ojos comenzaban a desdibujar discretamente alguna que otra arruga.
Tomó un precioso sombrero de paja culminado con un lazo de tela morada que combinaba a la perfección con su veraniego vestido y lo colocó elegantemente en su cabeza; a continuación se aplicó con suavidad en la cara, en los hombros y en los brazos un ungüento de extracto de magnolia, jazmín y aceite de almendras a modo de filtro solar. Agarró un frasco de cristal lo suficientemente grande, para llevar más crema y aplicársela a los niños en cuanto llegasen al lago. Finalmente se calzó con unas sandalias de piel que le agarraban hasta los tobillos y se dirigió al recibidor. En la estancia estaban esperando y listas para salir Layla, Cleo, Jana y Martha que se sintieron muy emocionadas al ver que mamá Yasmina llevaba el vestido que ellas le habían hecho con todo el cariño del mundo.
-¿Y los demás? –preguntó Yasmina sonriendo con dulzura
-Los chicos están discutiendo sobre qué pelota es mejor llevar al lago –respondió Layla volteando los ojos en señal de protesta.
-Sí, ¡son tan críos! –añadió Cleo cruzándose de brazos
-Nosotras también somos crías. –corrigió Jana con chulería
-Sí, nosotras juntas no sumamos la edad de mamá Yasmina. –añadió Martha divertida.
-¿Y las dos pequeñas? –les preguntó Yasmina algo preocupada– ¿Quién las está ayudando a bajar las escaleras?
-Pete dijo que bajaría con ellas dándoles la mano. –explicó Cleo simulando de forma exagerada que bajaba las escaleras dándole la mano a dos niños imaginarios.
-Vale, ¿dónde está Pete entonces? –preguntó de nuevo Yasmina
-Se habrá encerrado en el baño… –supuso Jana mientras hacía el gesto de taparse la nariz con los dedos.
Yasmina se acercó al bajante de la escalera y levantando la voz llamó a los demás. Unos segundos después bajaron cinco niños corriendo que se plantaron en fila frente a mamá Yasmina, cuadrándose de forma militar. Yasmina los observó de arriba abajo para comprobar que iban bien equipados para ir a caminar y a nadar y no pudo contener una carcajada; las niñas no entendieron el por qué de esa enorme risotada de mamá Yasmina, y es porque no se habían fijado en que los niños habían intercambiado sus zapatillas unos con otros y llevaban una de cada. Mamá Yasmina instó a los niños a cambiarse los zapatos y a que fueran cada uno con los suyos para caminar más cómodos. Mientras los cinco niños traviesos se tiraban al suelo para cambiarse el calzado de forma correcta, por la escalera bajaron Pete y las dos niñas más pequeñas del hospicio.
-¡Gracias Pete! –dijo Yasmina agachándose frente a los tres– ¿Qué tal estáis niñas? ¿Estáis preparadas para ir al lago?
Las niñas eran tan pequeñas y hacía tan poco que habían llegado que aún no se atrevían a hablar; también cabía la posibilidad de que quizás aún no supieran. Pero eso a mamá Yasmina no le preocupaba demasiado por el momento; ella solía procurar que todos los niños que llegaban a su casa estuvieran sanos y felices, para ella eso era lo primordial.
Cuando todos estuvieron listos en el recibidor, mamá Yasmina pasó lista para asegurarse de que estaban todos presentes y preparados para pasar una agradable tarde en el lago. Layla, Cleo, Jana, Martha, Pete, Josh, Karl, Henry, Dave, Mario, Arturo, Malik, Jake y las dos pequeñas Shyla y Marina; los quince estaban en su sitio, preparados para salir y divertirse con mamá Yasmina. Así pues mamá Yasmina abrió las puertas, salió la primera para aguantarla mientras los niños salían y de paso les recordó que los mayores debían cuidar de los más pequeños e ir siempre de sus manos. De camino al lago, pasearon por una senda flanqueada de grandes árboles y multitud de flores que la primavera les había regalado. Tras unos veinte minutos de marcha, la alegre tropa llegó a orillas del lago. Era un lugar idílico, como sacado de un cuento de hadas, pues el gran lago estaba rodeado de grandes y majestuosos árboles que daban cobijo del sol cuando este arreciaba en las horas centrales del día, en el aire flotaba un aroma dulzón y embriagador proveniente de los miles de flores que crecían bellas y sanas en los alrededores, además el canto variado y harmónico de los pájaros daba la nota final a esa estampa de ensueño.
Mientras los niños y las niñas jugaban de forma distraída, Yasmina se acercó a la orilla, oteó los alrededores en busca de alguna roca para poder sentarse y contemplar la jovial escena. Localizó un gran pedrusco a unos pocos metros de donde estaban, sobre el que se acomodó tranquilamente sacudiendo suave y delicadamente el vestido morado. Suspiró hondo ante aquel bucólico espectáculo. Se sentía llena y agradecida por el sonido de las risas y por los regalos que eran aquellos niños. Se sentía como nunca antes se había sentido. Mientras observaba, los recuerdos de su infancia, su niñez y su adolescencia le fueron pasando por delante como si una troupe de actores y actrices profesionales la interpretaran frente a sus ojos. Yasmina sentía que la vida que estaba dándole a esos niños que cuidaba en su hospicio estaba siendo mucho más feliz que la que ella tuvo. Al igual que esos niños y niñas, ella no conoció jamás a sus padres; nunca supo si la habían abandonado o si por el contario habían fallecido, lo único que tenía claro era que creció en un hospicio de mala muerte en Wisthar, la capital del Reino de Onyria, regentado por dos mujeres, de las cuales sólo recordaba que trataban a todos los niños como deshechos. Estaban malnutridos, nunca tuvieron ropa nueva o ni siquiera limpia, Yasmina recordaba incluso que a ella en una ocasión la vistieron con los restos de un saco de patatas agujereado estratégicamente por la cabeza y los miembros; recordaba también con mucho pesar que algunos de sus hermanos y hermanas habían fallecido por enfermedades fácilmente curables en ambientes salubres.
Al crecer, ya de adolescente, como nadie la adoptó, aquellas dos arpías la echaron del hospicio y la vendieron con tan sólo trece años a la corte para que ejerciera de cortesana de algún noble. Yasmina había sufrido mucho en el hospicio y aquello la ayudó a desarrollar un sexto sentido para evitar problemas. Jamás se encamó con ningún hombre a pesar de que las dos regentas del hospicio la vendieron como la chica más obediente del hospicio. Cierto es que la obediencia era una característica muy marcada de la chiquilla, pero también lo eran la astucia, la picardía, la entereza y la responsabilidad. Gracias a eso, Yasmina se labró una fuerte amistad con una joven pareja de nobles de la Ciudadela de Wisthar. Cuando éstos se casaron, la contrataron como doncella para que les atendiera en todas sus necesidades, pues había demostrado una gran confianza y fidelidad al matrimonio. Al poco de ocurrir los esponsales, la joven pareja decidió marcharse de la capital, porque quedaba demasiado alejada de sus tierras en la Nación Esteryania; evidentemente Yasmina se marchó con ellos y se instalaron en la gran casa donde en la actualidad ella regentaba su hospicio respetable. La joven pareja fue envejeciendo sin tener descendencia, tan sólo tenían a su fiel Yasmina, que había demostrado ser una gran persona, íntegra, valiente y resolutiva; así pues cuando ambos fallecieron le legaron todas sus pertenencias. En un principio, Yasmina se vio sobrepasada con lo que acababa de heredar de sus maestros, pero rápidamente se recompuso y tuvo la idea de crear un hospicio para niños desamparados, además decidió que los trataría como a ella le hubiera gustado ser tratada, con afecto, con cariño y con las necesidades básicas cubiertas; exactamente como había hecho el matrimonio de nobles que la contrataron. Quería ofrecer una segunda oportunidad a los niños que llegasen al lugar fuera por la razón que fuera; quería dar una nueva vida a los niños que la necesitasen.
Sus ojos se posaron sobre el agua del lago a la vez que sus labios dibujaron una tímida sonrisa de bienestar y sosiego. De repente, el agua se volvió negra, pantanosa y comenzó a burbujear como cuando un caldero está en el fuego hirviendo al máximo. Comenzó a desprender un olor acre, putrefacto y vomitivo. Yasmina sobresaltada se levantó de un brinco para comprobar horrorizada que los niños habían desaparecido del lugar. El paisaje se mostró desierto, con una tierra resquebrajada y desprovista de toda vida y el cielo se ennegreció como portando tormenta. Yasmina quiso gritar para llamar a los niños pero de su boca no salió sonido alguno. Sus cuerdas vocales estaban totalmente paralizadas. Quiso arrancar a correr para buscar a los niños pero su cuerpo no respondió, la totalidad de sus músculos habían dejado de funcionar por completo y se había quedado en un rictus que incluso le dolió como si le clavaran un millón de alfileres por todo el cuerpo. De pronto, su nombre comenzó a sonar a lo lejos, más allá del lago, como traído de un lugar lejano, profundo, oscuro y tan corrupto como las aguas que ahora borboteaban siniestras a su vera.
Yasmina…
La voz sonaba aún distorsionada.
Yâsma…
La voz sonaba ronca, cansada y áspera.
Sâyma…
¿Era su nombre? Sonaba familiar…
Syâma…
¿Quién me llama…?
-¡Tengo sed! –la voz chillona de Jake la trajo de vuelta mientras este le tiraba delicadamente de la falda repetidas veces reclamando su atención– ¡Tengo sed mamá Yasmina!
-Perdona cariño. –contestó ella un tanto confusa mientras buscaba en una cesta de mimbre un recipiente de cristal en el que llevaba agua.– Aquí tienes.
-¿Qué te pasa mamá Yasmina? –preguntó Jake tras dar un gran trago de agua fresca.
-No te preocupes, cariño. –respondió amablemente mientras se agachaba para secarle la boca al niño.– Ve a jugar un rato más con los demás.
Jake se alejó para unirse de nuevo al resto del grupo a la vez que Yasmina se incorporaba de y echaba un vistazo al paisaje. Volvía a estar como siempre, con sus aguas cristalinas rodeado de una frondosa y casi mágica vegetación. El semblante de Yasmina perdió parte de su alegría a la vez que una sombra iba borrando poco a poco su sonrisa. Instintivamente Yasmina se acercó al lugar en el que revoloteaban felices los niños y las niñas del hospicio. Algunos de ellos se percataron de su cambio de humor y fueron calmándose uno a uno, parándose frente a ella a esperar que les dijera algo. A pesar de estar posada sobre los infantes, la mirada de Yasmina estaba ausente, lejana, en una oscura ensoñación cubierta de un manto de dudas, preguntas sin respuesta y un temor que crecía ensombreciendo todo lo bueno que tenían. Los niños habían cesado sus risas por completo mirando a mamá Yasmina sin comprender qué le ocurría.
Mamá Yasmina abrió la boca para anunciar algo, pero sus palabras no llegaron a salir. Fue interrumpida por un atronador estruendo que retumbó a la lejos con la fuerza de la peor tormenta que podían recordar tanto ella como los niños. Sobresaltada, mamá Yasmina se dio la vuelta levantando los brazos a la altura de sus hombros, con las palmas hacia adelante emulando un gesto de protección para los niños. A lo lejos, mucho más allá del sendero que llevaba al lago, incluso más lejos del plano donde estaba la casa en la que hospedaba a los niños y niñas, Yasmina vio que una colosal columna de humo negro ascendía funesta a lo más alto de los cielos. Algunos de los chiquillos, sobrecogidos por aquella inusual visión, comenzaron a sollozar. Mamá Yasmina se giró hacia ellos, se agachó con los brazos bien abiertos para indicarles que se acercaran y se dieron un reconfortante abrazo colectivo. Yasmina repitió varias veces pidiéndoles con un tono sosegado que no se asustaran, que ella estaba allí con ellos y que ella les cuidaría. Un segundo estallido tronó de nuevo a lo lejos, no obstante parecía más cercano que el anterior; al estallido le siguió una segunda gigantesca columna de humo negro y espeso que al igual que la primera, esta también se perdía en los cielos. “¡Vamos!” espetó con firmeza mamá Yasmina a todos los niños y niñas, agarrando a las gemelas cada una en una mano a la vez que arrancó a correr por el sendero de vuelta. “¡Volvemos a casa! ¡Allí estaremos todos seguros!”
Al llegar a la casa, mamá Yasmina se dirigió a un armarito que había en el hueco que había debajo de la escalera que llevaba al piso superior. Abrió la puerta con nervio y comenzó a sacar todo lo que había dentro como llevada por un extraño frenesí surgido del fondo de sus entrañas. Al vaciar el contenido del armario una nueva puerta algo más pequeña se mostró ante ella. La abrió. Sólo halló oscuridad y un par de peldaños que descendían se perdían en ella. Yasmina salió del hueco bajo la escalera, ordenó a Pete que vigilara la entrada oscura rogándole que no dejara que ninguno de los demás bajara por ese camino; mamá Yasmina pidió a Cleo y Jana que la acompañaran a la cocina. Una vez allí, mamá Yasmina sacó de un armario que había bajo la encimera principal un gran saco en el que guardaba una cantidad más que suficiente de velas, a continuación abrió el cajón en el que guardaban los cubiertos del que extrajo cuatro cajas de cerillas. Les dio las cajas de cerillas a las dos niñas mientras ella cargó con el saco lleno de velas. Las tres volvieron al recibidor donde los niños y niñas más pequeños lloraban asustados. Pete seguía plantado en la entrada del hueco bajo la escalera como un guarda de la corte de Wisthar. Mamá Yasmina prendió rauda como el viento dos velas para llevar una en cada mano, apartó delicadamente a Pete del umbral de la puerta oscura y comenzó a descender peldaño a peldaño hasta que la oscuridad la envolvió por completo.
Yasmina…
La voz lejana y ronca llamó de nuevo.
Yâsma…
Esta vez sonó como una llama crepitante.
Sâyma…
Un eco familiar pero a la vez aterrador.
Syâma…
La voz evocaba una misión.
Yasmina pudo ver otra vez entre las tinieblas y se encontró de nuevo frente al lago, cuyo fondo era un limo putrefacto y efervescente; además, esta vez pudo comprobar que ese infame charco de muerte era alimentado por tres imponentes afluentes que arrastraban un barro inmundo. “¡Mamá Yasmina!” la voz de Pete la devolvió al sótano sombrío que había bajo la escalera.
-¿Enciendo más velas y te las voy dando? –preguntó el niño con presura.
-¡Sí cariño! –contestó mamá Yasmina un poco abrumada– Pídele a Jana que te eche una mano con eso. Yo iré subiendo y bajando las escaleras para iluminarlas hasta abajo del todo.
Y así lo hicieron: Pete y Jana encendían velas y se las iban dando a mamá Yasmina que las iba depositando una a una sobre los peldaños de madera. Avanzaron bastante rápido en la tarea de iluminar el sótano. Yasmina llegó abajo del todo de la escalera; no sabía exactamente cuánto había descendido pero le parecía que era lo suficientemente profundo como para proteger a los niños de cualquier ataque. Mamá Yasmina subió de nuevo al recibidor y pidió a Pete, Jana y Cleo que la ayudaran a llevar a los más pequeños al sótano para resguardarlos. Entre todo el barullo, los llantos y el movimiento un tanto atropellado de los infantes, Yasmina se sobresaltó al oír como alguien golpeaba con fuerza la puerta principal de la casa.
Mamá Yasmina ordenó a los niños que se apresuraran a bajar al sótano y que no salieran para nada; insistió en que los mayores cuidaran de los pequeños y les instó a que se calmaran ya que en aquel lugar había protecciones fantasiosas que los cuidarían. Mamá Yasmina abrió la puerta principal tras la cual estaban Tarín y Kareen muy alterados. Kareen tenía la cabeza echada hacia adelante, respiraba muy fuerte y muy deprisa, tenía su mano izquierda posada sobre su bajo vientre y su brazo derecho sobre los hombros de Tarín; él la agarraba por la cintura con su brazo izquierdo. Mamá Yasmina los hizo entrar preocupada.
-¿Qué pasa muchachos? –preguntó con la voz un tanto entrecortada
-¡Ya viene! –contestó Tarín con voz chillona y conmovida.
-¿¡El bebé!? –preguntó Yasmina alarmada
-¡Sí! –gritó Kareen con gesto de dolor– ¡Ya viene! ¡Y él también viene por mi bebé!
-¿Quién viene por tu bebé? –cuestionó Yasmina mientras ayudaba a Tarín a llevar a Kareen a la habitación que hacía las veces de enfermería, para acomodarla y prepararla para el parto.
-¡Juwaba! –contestó la chica con un chillido agudo de sufrimiento.
-¡Un monstruo! –quiso aclarar Tarín mientras ayudaba a Kareen a tumbarse en la camilla que había dispuesto Yasmina.– Un enorme monstruo llamado Juwaba ha atacado el pueblo. Todo ha ocurrido muy deprisa. Ha aparecido de la nada como cuando cae un rayo y ha empezado a atacar el pueblo. Y en ese momento Kareen ha roto aguas.
-¡Duele! –chilló Kareen agarrando los costados de la camilla con ambas manos.
-Me lo imagino, cariño. –intentó tranquilizarla mamá Yasmina– Tarín por favor, ve a la cocina y tráeme un balde con agua caliente; de paso pide a Pete que cuide de los niños y dile a Jana y Cleo que vengan a echarnos una mano.
-¡Sí mamá Yasmina! –obedeció Tarín saliendo lo más rápido que pudo de la habitación.
Un nuevo y horripilante restallido retumbó con la fuerza de mil tormentas eléctricas a pocos metros de la casa al que le siguió un punzante olor a quemado que se coló por todos y cada uno de los rincones del hospicio. “¡Maldita sea!” pensó Yasmina apretando los dientes e intentando que no se le notara el temor. Acto seguido una voz oscura, profunda y monstruosa emitió un poderoso rugido que hizo que la puerta principal de la casa se abriera de par en par y se saliera de los quicios acabando tirada en el suelo como una hoja de papel usado. Tarín se detuvo un segundo a mirar con horror que la criatura que había visto en el pueblo se encontraba frente a la entrada del hospicio. Corrió con el balde de agua caliente hacia dentro de la casa en dirección a la enfermería donde ya habían entrado Jana y Cleo para ayudar a Yasmina.
-¡Juwaba está aquí! –Informó alarmado Tarín mientras entregaba el balde a Yasmina– ¡Ha destrozado la entrada del hospicio!
-Nosotras nos ocupamos de Kareen y el bebé. –Declaró firmemente Yasmina mientras indicaba a las niñas qué hacer para ayudar en el parto.– ¿Crees que puedes defender el hospicio Tarín?
-Esa bestia puede aplastarnos con sólo mirarnos… –explicó Tarín con la voz temblorosa y el corazón aceleradísimo– ¡Pero por mi hijo haré lo que haga falta!
-¡Bien! –lo animó Yasmina– Mira cerca del armario que hay bajo el hueco de la escalera. Al vaciarlo he tirado al suelo unas cuantas cosas de entre las cuales debe de haber un arma para defenderse.
-¡Allá voy!
Tarín se lanzó a la carrera hacia la entrada principal, avistó el montón de enseres que estaban apilados frente al armario bajo la escalera y comenzó a removerlos todos en busca de un arma con la que defender el hospicio. Finalmente, dio con un mosquete coronado con una bayoneta. Lo agarró con todas sus fuerzas y lo pegó a su pecho que parecía que iba a estallarle por el terror que estaba sintiendo. Salió con paso dubitativo por el umbral de la entrada principal cuya puerta había sido arrancada por el terrible rugido de la bestia. En el exterior a pocos metros advirtió al terrible monstruo. Era una criatura enorme, probablemente debía de medir cerca de dos metros y medio de alto y otro tanto de ancho. Se mantenía erguida sobre dos musculosas patas, también tenía dos patas anteriores muy marcadas y fuertes unidas a un torso descomunalmente henchido de potencia. Además poseía una larga y poderosa cola que movía de forma siniestra tras de sí. Todo su cuerpo estaba recubierto de un pelaje verdoso y duro, salvo su rostro que recordaba al de un toro, sin embargo en su boca que estaba medio abierta, lucían dos hileras de colmillos afilados como cuchillos; sus ojos eran más bien pequeños y brillaban con la furia de los fuegos infernales. Su cabeza estaba coronada con dos colosales astas curvadas de forma grotesca.
-¿Dónde está el portador del Alma Etérea? –preguntó la increíble criatura usando su pavoroso rugido
-¡No sé quién es ese! –contestó con un grito agudo Tarín mientras encañonaba a la bestia apuntando directamente a su cabeza.– ¡Pero si no te marchas te abriré un tercer ojo en la frente!
-¡Insignificante humano! –escupió iracundo el monstruo– ¿Crees que un arma de la vuestras puede dañar al Gran Juwaba?
-¡Ahora verás! –amenazó Tarín a la vez que soltaba todo el aire que tenía dentro. El muchacho afianzó la culata del mosquete sobre su hombro derecho, aguzó la precisión y apretó el gatillo con decisión. Juwaba estalló en una cruel carcajada y se burló de Tarín.
-¡Ni siquiera tienes el arma cargada! ¿Qué pensabas hacerme con ese juguete?
-¡No dejaré que entres en el hospicio! –gritó Tarín mientras cargaba contra la criatura con la bayoneta en ristre.
-¡Criaturita! –dijo burlón Juwaba mientras soplaba casi sin esfuerzo para hacer volar por los aires a Tarín quien cayó de espaldas al suelo– Dime debilucho, ¿está en esa casa el portador del Alma Etérea?
-¡No sé de qué estás hablando! –respondió Tarín retorciéndose de dolor por culpa del batacazo.
-Te lo explicaré. Hay ciertos humanos que en su interior albergan retazos del alma de la Diosa Creadora Sârva. Esos humanos son portadores del Alma Etérea y están dotados de un poder cercano al de los Dioses Prístinos.
-¡No conozco a nadie que posea el poder de los Dioses! –rebatió Tarín levantándose con dificultad– ¡Así que márchate! ¡No hay nada para ti en este lugar!
-Estás muy equivocado, debilucho. El Amo Avyasthâ nos ha enviado a buscar a los portadores del Alma Etérea para capturarlos y nos ha dotado de la capacidad de detectar su presencia. –contó Juwaba olisqueando con sus enormes narinas el aire mientras Tarín se encogía de dolor y de miedo.– El aroma del Alma Etérea mana de dentro de esa casa. Si no sale por su propio pie, yo mismo le haré salir.
-¡No te atreverás! –protestó Tarín cruzando ambos brazos sobre su torso para atenuar el dolor que sentía por el topetazo que había recibido– ¡Defenderé a mi amada Kareen, a mí esperado bebé, a mamá Yasmina que siempre nos ha cuidado y a los niños…
Tarín se desplomó en el suelo y exhaló su último aliento.
Juwaba observó cómo se apagaba la vida de ese insignificante contrincante mientras seguía olisqueando el aire en busca del paradero exacto del portador del Alma Etérea. Tan pronto como la vida de Tarín se esfumó, Juwaba dio un respingo al notar un nuevo olor. “¡Qué suerte he tenido! ¡Voy a tener doble premio en esta misión!” se dijo a sí mismo. Juwaba adoptó una postura ofensiva en la que flexionó sus potentes patas traseras y alzó los musculosos brazos mostrando al cielo las palmas de sus monstruosas garras. A continuación el suelo comenzó a temblar ligeramente y justo sobre la casa se concentraron de forma grotescamente rápida una cantidad ingente de perversas nubes negras. Juwaba profirió un aberrante rugido que provocó una inmisericorde salva de descargas eléctricas provenientes de los nubarrones que alcanzaron de lleno y varias veces el hospicio. El tejado principal del hospicio se derrumbó llevándose consigo la estructura interna levantando una gran polvareda.
El monstruo se acercó a la pila de escombros que él y su ofensiva diabólica habían causado y comenzó a olisquear de nuevo. “¿Dónde te escondes?” profería mientras retiraba restos de escombros echando manotazos a un lado y otro con sus poderosas garras. “¡Da la cara y únete al Amo Avyasthâ!” rugió Juwaba con ira deteniéndose unos segundos para retomar el aire. Juwaba se detuvo por completo al notar algún tipo de alteración en el lugar y su verde pelaje se erizó sobre su piel como signo de alerta. Se retiró prudentemente un par de pasos atrás y observó lo que estaba ocurriendo. Bajo los escombros, comenzó a palpitar un resplandor morado de forma intermitente y suave. “¡Así que has decidido mostrarte tal y como eres! ¡Aquí te espero!” escupió Juwaba adoptando una postura ofensiva. Tras el brillo morado un estallido considerable envió restos de madera, pizarra y polvo por todos lados dejando una oquedad en medio del derrumbamiento. Del hueco surgió una figura humanoide, de forma majestuosa, envuelta por el halo resplandeciente de color morado; su piel era grisácea, sus largos cabellos azabaches ondeaban de forma espectral, de entre los cuales podían distinguirse dos cuernos puntiagudos duros y oscuros a cada lado de la cabeza. Sus ojos tenían dos pupilas negras, profundas como el mismísimo abismo, tenía una nariz recta y marcada, casi puntiaguda y sus labios eran finos y morados. Su cuerpo estaba ataviado con una lustrosa casaca de cuero que tenía bordado en las esquinas unas elegantes y nobles decoraciones con hilo dorado. Tras de sí se desplegaron unas imponentes alas ramificadas de un color negro carbón. En sus brazos sostenía una toalla que tenía hecha un ovillo y que estaba claramente manchada de sangre. “¡Bienvenida Syâma!” la saludó Juwaba esgrimiendo una afilada sonrisa.
Syâma no cruzó una sola palabra con el monstruo. Tan sólo aseguró con el brazo izquierdo el bulto que hacía la toalla para liberar su brazo derecho que luego tendió hacia adelante mostrando la palma de su mano al cielo. Syâma susurró algo casi de forma imperceptible, sin embargo Juwaba entendió a la perfección cuáles fueron sus palabras. La criatura aterrorizada por lo que dijo Syâma dio media vuelta y comenzó a huir despavorido haciendo temblar el suelo a su paso. Syâma no se movió un ápice de donde se encontraba. Acto seguido una vela blanca, rígida y nueva apareció en su mano. A continuación, el blanco de sus ojos se tornó totalmente negro dándole un aspecto diabólico. Juwaba que corría a lo lejos intentando escapar puso sus grandes manazas delante de su boca para tapársela como pudo, no obstante eso resulto ser completamente inútil pues una suerte de vaho anaranjado empezó a salir de su interior a través de sus enormes narinas pero también y en menor medida a través de los resquicios de sus dedos y las comisuras de su boca. El vapor naranja flotó raudo hacia la mecha de la vela que sostenía Syâma y esta se prendió mostrando una potente llama. Juwaba se volteó de nuevo hacia Syâma y la miró con una mezcla de pavor y odio. “¡Maldita bruja!” El monstruo cargó contra Syâma a toda velocidad. Syâma acercó la vela a sus labios y sopló. La llama se apagó dejando un hilillo de humo blanquecino. Juwaba se desplomó en el suelo causando un temblor considerable; su vida también se apagó.
Tras lo ocurrido, Syâma acomodó con sus dos brazos el bulto que llevaba envuelto en la toalla y suavemente lo destapó. Un recién nacido dormía plácido, prácticamente ajeno a todo lo que había acaecido a su alrededor. El aspecto de Syâma cambió y volvió a ser Mamá Yasmina. Sus ojos ya no eran negros como el abismo pero estaban inundados de lágrimas, su cabello volvía a clarear de un color gris pálido y su piel volvió a tomar su tono habitual, además la casaca volvió a ser el vestido morado que le habían hecho las niñas del hospicio, aunque ahora tenía alguna que otra rotura suelta. Se sentó sobre los escombros con el bebé en brazos y lo miró con pesar. Sólo le quedaba esa pequeña criaturita que acababa de nacer. Todo lo que había luchado, todo lo que había cuidado, todo lo que había querido estaba destruido, hecho añicos, convertido en una pila en ruinas, cascotes, trozos de madera partida y astillada… Y las niñas y los niños… Ya no estaban…
De pronto, un tenue brillo azul proveniente de debajo de los escombros la sacó de sus oscuros pensamientos. De entre los materiales ruinosos desperdigados por doquier brotaron unas brillantes esferas de luz azul que se detuvieron frente a mamá Yasmina. Pudo contar diecisiete en total. Una profunda voz resonó en la cabeza de mamá Yasmina que observaba maravillada el inusual fenómeno. La voz sonaba conciliadora, agradable, cálida y amorosa.
-Querida Syâma, sé que acabas de sufrir una pérdida descomunal, y lo siento muchísimo. Pero el Universo entero te necesita.
-¿Qué… –preguntó Yasmina parpadeando rápidamente para secar en la medida de lo posible sus lágrimas.
-Soy Sansâra. –respondió la voz con su tono cándido– El Universo está sufriendo un terrible desequilibrio causado por la acción de mi hermano Avyasthâ y de sus secuaces. He venido a despertar tu poder del Alma Etérea pues eres una de las piezas más importantes del juego. Me siento culpable por lo que ha ocurrido con tus seres queridos, puesto que en parte no he podido controlar las acciones de mi hermano y de sus seguidores, no obstante necesito que uses tu poder para ayudarme a restaurar el orden.
-Pero, ¿qué puedo hacer yo? –preguntó Yasmina con la voz entrecortada– Cuando el techo se vino abajo dentro de la casa mi reflejo fue abrazar al bebé de Kareen y justo después todo mi ser cambió. Noté una sensación abrumadora de tener un poder ferviente en mi interior, pero por otra parte me sentí completamente impotente, pues ese cambio llegó demasiado tarde… ¿Qué puedo hacer?
-¿Ves esas esferas brillantes a tu alrededor? –preguntó conciliador Sansâra
-Sí. Son hermosas, pero a la vez me hacen sentir una gran tristeza. ¿Por qué? ¿Qué son?
-Son las almas de tus seres queridos. –explicó la voz de Sansâra a la vez que Yasmina daba un respingo– Sabes lo que ocurre cuando alguien fallece, ¿verdad?
-Sí… Su alma viaja hasta el Inframundo, donde llega a uno de los tres pabellones según haya sido su vida; más tarde, al cabo de un cierto tiempo ésta se reencarna en una nueva vida.
-Así es, querida. –aseveró Sansâra– Pues verás, las artimañas de mi hermano han conseguido corromper el Inframundo y las almas que están llegando ahora allí no pasan por el proceso de reencarnación correctamente; a causa de esto los seres que están naciendo desde ese momento son seres malvados y corruptos.
-¡Es horrible! –murmuró Yasmina posando su mirada sobre el bebé de Kareen a la vez que dibujaba una mueca de preocupación– Eso significa que este bebé también tiene un alma corrupta, ¿verdad?
-Desgraciadamente, así es. –contestó la voz con algo de pesar– Además, las almas de tus seres queridos, que ahora mismo te rodean, también pueden acabar viciándose si no ponemos remedio.
-¿Qué pasaría si no se solucionase el problema? –preguntó Yasmina un tanto recelosa
-En este momento, hay un número ingente de almas corruptas en el Inframundo, atrapadas por un hechizo de contención que yo mismo he lanzado; no obstante no es un hechizo eterno, por eso el tiempo apremia. Si no las purificamos antes de que se escapen, se reencarnarán en seres vivos que poco a poco irán revelando su naturaleza malvada y causarán el caos y traerán destrucción al universo.
-¡No puedo permitir que mis niños se conviertan en monstruos! –afirmó Yasmina sollozando y secándose las lágrimas como pudo– ¿Qué debo hacer?
-Debes usar el poder del Alma Etérea que posees para ir al Inframundo y restaurar el orden de todas las cosas allí.
Yasmina se secó las lágrimas con una esquina de la toalla ensangrentada; su rostro ahora tenía una especie de halo de decisión y empeño. Miró al bebé de nuevo y preguntó a la voz.
-¿Qué haremos con él?
-Es un ser nacido con un alma corrupta, quizás encuentres una manera de purificar su alma salvándole la vida. –animó la voz de Sansâra con empeño.
Mamá Yasmina cubrió con delicadeza al bebé con la manta y se levantó decidida como Syâma, la Guardiana del Inframundo. Frente a ella surgió una arruga en el aire que se transformó en un portal circular y oscuro. Syâma se volteó hacia las almas brillantes de sus seres queridos, las observó y esbozó en sus labios morados una sonrisa de confianza. “¡Vámonos!” dijo con decisión. “¡Tenemos trabajo que hacer!” Syâma cruzó decidida el portal seguida de las diecisiete almas brillantes. Tras entrar en el vórtice oscuro este se hizo cada vez más pequeño hasta volverse una arruga insignificante para luego desaparecer.