Acuario

             Laya era una grácil muchacha, habitante de Mar Calmo, un pequeño pueblo pesquero al noroeste de la Nación Esteryania. Era la hija de un pescador que salía con puntualidad religiosa a faenar cada día con gran destreza obteniendo muy buenos resultados; su madre era una hilandera que retorcía filamentos con una precisión milimétrica y producía de las mejores hilazas que se habían hecho jamás. Sin duda, se trataba de una familia con una vida apacible, dedicada al trabajo y a cultivar las buenas costumbres y tradiciones familiares. Por eso, Laya era una persona entregada a la cultura familiar y desde una edad muy temprana comenzó a interesarse por el laborioso trabajo de hilandera que desempeñaba su madre con tanto tesón. En muchas ocasiones la había acompañado al telar en el que trabajaba, que estaba situado al lado del puerto y se había quedado durante toda la jornada laboral observándola para aprender el oficio con la esperanza de un día llegar a ser tan buena hilandera como lo era ella.

                Durante el verano, las hilanderas y tejedoras de Mar Calmo solían instalarse en el exterior del telar para poder ofertar en pequeñas paradas mercantiles los productos resultantes de su magnífico y elaborado trabajo. Era en esas ocasiones en las que Laya disfrutaba mucho más ya que ella se ponía en las paradas para ayudar a vender el tan preciado género que creaban a diario. Las hilanderas y tejedoras apreciaban su ayuda puesto que tenía un increíble don para agotar todas las existencias y conseguir recaudar el máximo beneficio para el gremio; razón por la cual, las hilanderas no se olvidaban nunca de invitar a Laya la venta de la hilaza cada verano.

                Fue precisamente en uno de esos veranos que la sosegada vida de Laya cambió radicalmente. Un buen y soleado día, en el que la brisa marina era fresca y agradable, Laya acudió al puerto de Mar Calmo, dispuesta a usar su habilidad para vender todo el género que habían estado produciendo las hilanderas. Como cada mañana, algunos de los marinos y pescadores de la zona que volvían de faenar en el Mar de Esteryania se quedaban atónitos observando a la muchacha realizando aquella labor con el empeño que desprendía. Tenía a todo el mundo encandilado con su gran sonrisa y su amabilidad que invitaba a  comprar la hilaza de tan buena calidad que producían aquellas hábiles mujeres.

                Pero aquella mañana, la tranquila y rutinaria vida en Mar Calmo se vio truncada por algo que sus habitantes jamás antes habían vivido. Un anciano, que había sido marino mercante en su juventud, estaba sentado en el porche de uno de los barracones del puerto, observando el horizonte como hacía cada mañana recordando los viejos tiempos; sin embargo ese día se levantó casi de un salto de su sillón de mimbre trenzado, atónito por lo que estaban presenciando sus pequeños y cansados ojos: a lo lejos divisaron una flota de grandes buques de vela que se acercaban hacia Mar Calmo. El viejo se acercó, no sin dificultad y apoyándose en un bastón, a uno de los muelles de madera del puerto para observar de cerca la llegada de aquellos navíos. No sabía el por qué, pero algo en su interior le decía con amargura que muy probablemente no traerían buenas noticias.

                Laya, que en aquel momento se encontraba sumergida de lleno en su tarea veraniega de venta, casi no se percató de lo que ocurría hasta que una suerte de sensación en su interior, a la altura del estómago, la hizo detenerse en seco. Alzó la vista y se fijó con una incómoda sorpresa que todo el mundo a su alrededor había cesado sus quehaceres diarios, pues se encontraban todos observando mesmerizados el horizonte. Aquellos enormes barcos de vela, que tenían en Babia a todos los habitantes del pueblo, se acercaban raudos a las orillas de Mar Calmo como un inevitable presagio cargado de fuerzas negativas. Como atraída por el efecto embrujador arrastrado por la brisa marina, Laya caminó con aire fantasmagórico hasta el muelle donde estaba el viejo del sillón de mimbre. Se detuvo con los ojos quedos sobre aquella flota que se acercaba.

                Algo extraño le ocurrió entonces; mientras seguía mirando hipnotizada, en lo más hondo de su mente, en algún lugar oscuro en el que todavía ningún pensamiento había podido llegar, resonó tímidamente una especie de llamada lejana, demasiado lejana, casi de otro mundo. Un susurro etéreo que se repitió una y otra vez. Muy despacito. Al principio casi inaudible, pero muy claro.

Laya…

Un susurro de otro plano, extrañamente familiar.

Layâ…

Sonaba a su nombre, sí. Pero de alguna manera le parecía distinto.

Lajâ…

Cada vez le era más extraño.

Jâla…

-El mar me está llamando –susurró sin apartar la vista de los buques

-¿Qué dices niña? –le preguntó con voz ronca el anciano mirándola por el rabillo del ojo.

-El mar… Jâla…

                Cuando los buques alcanzaron los muelles del puerto de Mar Calmo, fue como si todos los habitantes salieran de ese extraño trance en el que les había sumido aquella visión nada habitual.

¿Dónde está mi padre? –preguntó Laya al viejo apresuradamente, como quien se despierta tarde una mañana.

-En la lonja, con los demás pescadores, vendiendo el género, supongo. –respondió aquel anciano todavía sorprendido por el brusco cambio de actitud que tuvo Laya.

-¡Gracias! –dijo la muchacha mientras salía disparada en dirección a la lonja.

Laya corrió con todas sus fuerzas hasta la lonja; abrió las puertas dobles de entrada de par en par, jadeando con fuerza y transpirando por la carrera.

¿¡Dónde está mi padre!? –preguntó con un fuerte grito que hizo que todos los comerciantes de la lonja y los pescadores se giraran hacia la entrada.

-¿Qué ocurre Laya? –respondió su padre preocupado por el alarido que acababa de proferir su hija, mientras salía de entre la muchedumbre.

-¡Vienen a por vosotros! –contestó alterada y lanzándose entre lágrimas a los brazos de su padre.

-Calma hija –intentó tranquilizarla mientras la abrazaba– Cuéntame, ¿qué ocurre? ¿Quiénes vienen a por nosotros?

-Los buques –dijo entre sollozos– La voz del mar me lo dijo. Susurró mi nombre y me avisó que venían a por vosotros.

                Alguien entre los trabajadores de la lonja miró por una de las ventanas tras lo cual alertó al resto de que en el puerto habían atracado una gran cantidad de barcos de vela que no había visto nunca. Al oír eso, todo el mundo salió de la lonja para lanzarse al muelle con rapidez para presenciar aquello. Laya, todavía en el interior del local, arreció el abrazo a su padre rogándole que no saliera, porque si salía de allí se lo llevarían para siempre. Al cabo de unos segundos, Laya y su padre salieron de la lonja atraídos por el rumor de los habitantes de Mar Calmo. Una vez fuera, Laya agarró la mano de su padre con tanta fuerza que hasta le hizo daño; el hombre tan sólo la miró con expresión preocupada.

                Mientras todo el pueblo de Mar Calmo se reunía en el puerto frente a los enormes buques que acaban de atracar, de estos comenzaron a descender de forma ordenada, siguiendo un ritmo constante y decidido marcado por sus propios pasos, varias decenas de personas ataviadas con imponentes armaduras brillantes que casi parecían forjadas por los Dioses. Algunos equipaban también grandes lanzas con un estandarte en el que ondeaba un símbolo extraño parecido a al sol pintado de morado oscuro. Todos y cada uno de esos extraños guerreros se pararon frente a los habitantes de Mar Calmo como siniestras estatuas férreas. De uno de los buques se oyó una atronadora voz que restalló por todo el pueblo e hizo estremecer a más de uno de los presentes. La masa de guerreros se separó creando un perfecto pasillo que iba desde la embarcación de la que había resonado la voz hasta el muelle donde estaban todos los Calmeños observando. Del barco descendió un hombre anormalmente alto, con una corpulencia considerable, ataviado con una armadura idéntica a la del resto de guerreros que lo acompañaba; tenía una larga melena blanca que llevaba recogida en una cola de caballo de forma muy elegante, su piel era de una tez anómalamente blanca, tenía las facciones muy duras, muy marcadas, con una quijada casi cuadrada, una nariz ancha y algo chata y sus ojos desprendían un brillo casi infernal. Laya puso su temerosa mirada sobre aquella descomunal bestia y sintió como un gigantesco vacío se le hacía en el interior y la arrastraba poco a poco a un lugar oscuro y frío.

-¡Oídme bien habitantes de Mar Calmo! –vociferó el gigante con una voz ronca y profunda– ¡Mi nombre es Bakasuron! Y ostento el título de Dios Antiguo, Señor de la Guerra y Portador de Odio. Mi Señor, Hijo de Sârva la Creadora, Regente del Caos, el Dios Prístino Avyasthâ, se ha declarado el auténtico dueño de todo el Universo; en estos aciagos tiempos, se encuentra en una cruzada contra su hermano. Para salir victoriosos de la guerra que se ha iniciado entre ellos dos, nos ha enviado a sus fieles emisarios por todo el mundo de Onyria, para encontrar las Almas Etéreas y reclutarlas para nuestro ejército. Sabemos que una de esas Almas Etéreas está en este pueblo y hemos venido a reclamarla.

                Los Calmeños miraban a un lado y a otro, sumergidos en el temor provocado por el sólo nombre del Dios del Caos y en la incomprensión surgida de las palabras del siniestro Dios Antiguo. El murmullo de la gente empezó a correr en todas direcciones transportando dudas, preguntas y ruegos a los Dioses para que no ocurriera una desgracia en aquel pacífico lugar. Impacientado, Bakasuron alzó su oscura voz de nuevo contra Mar Calmo.

-¡Decidme! ¡¿De quién se trata?! ¿Quién posee el Alma Etérea!

-Me parece que no encontraréis lo que buscáis en este lugar, Señor. –intervino el anciano del porche abriéndose paso entre la gente para situarse frente al gigantesco ser– No creo que tengamos algo así. Somos tan sólo un humilde pueblo pesquero.

-El Alma Etérea no es un objeto tangible –explicó rugiendo Bakasuron– El Alma Etérea está dentro de uno de vosotros. Si no tienes el Alma Etérea, viejo, es mejor que te apartes.

-¡Qué malos modales tenéis para ser un Dios! –protestó el anciano– ¿Cómo podemos saber quién tiene el Alma Etérea entonces?

-Los portadores del Alma Etérea tienen un don especial –contó Bakasuron tras emitir un gruñido de fastidio– algo que los hace diferentes al resto.

A pesar de la honda congoja instalada en Mar Calmo, la explicación de aquel intimidante Dios gigante les pareció vaga y laxa a casi todos los presentes; como consecuencia siguieron murmurando entre ellos preguntándose quién podría ser esa persona a la que buscaba Bakasuron. Pasaron unos minutos en los que las demandas del Portador de Odio no fueron satisfechas y este pasó de la impaciencia al enfado.

-¡Ya está bien! –objetó irritado Bakasuron resoplando pesadamente– ¡Prended a todos los hombres y subidlos a bordo! ¡Averiguaremos quién es el portador del Alma Etérea en cuanto partamos!

Los guerreros de brillantes armaduras que habían permanecido totalmente inmóviles, empezaron a moverse para cumplir las órdenes de capturar a todos los hombres de Mar Calmo. Aquello provocó reacciones dispares cuanto menos: unos huyeron despavoridos, otros plantaron cara a los soldados siendo capturados inevitablemente. El padre de Laya, henchido de valor y rabia avanzó firmemente entre los enfrentamientos casi sin ser percibido, hasta plantarse frente a Bakasuron para lanzarle una mirada desafiante directamente a los ojos. Laya, horrorizada, con los ojos inundados completamente se lanzó tras su padre y lo agarró del brazo para tirar de él e intentar hacerle marchar del lugar. El rostro de Bakasuron mostró una pincelada de curiosidad frente a aquella afrenta y esbozó una ligera sonrisa.

-Así que un valiente, ¿eh? –espetó Bakasuron con sorna

-¡Detén esta locura! –gritó seriamente el padre de Laya

-Podrías ser tú. –musitó Bakasuron algo sorprendido– Ninguno de mis guerreros ha reparado en que te acercabas a mí. Ni siquiera yo te he notado venir.

Laya tiraba del brazo de su padre con todas las fuerzas de las que disponía, pero no se movía ni un ápice. Bakasuron levantó su mano izquierda en el aire y chasqueó los dedos; en el acto, todos los guerreros armados se detuvieron y regresaron a los buques llevando a los capturados con ellos. En los muelles sólo quedaban algunos Calmeños escondidos entre trozos de madera, paradas de venta de productos maltrechas por la rebatiña o detrás de alguno de los porches y en sobre el muelle donde prácticamente todo había ocurrido tan sólo quedaban el padre de Laya parado frente a Bakasuron, y Laya que seguía intentando llevarse a su padre.

-¡Tú vienes conmigo! –aseveró Bakasuron agarrando con su gigantesca mano al padre de Laya y empujándola a ella para hacerla a un lado– El Alma Etérea de los mares debe de estar dentro de ti.

-Laya, cuida de tu madre. –pidió el hombre con voz segura mientras era arrastrado inevitablemente al interior del barco.

Laya permaneció inmóvil ante el suceso. Los buques se alejaron casi tan veloces como habían llegado a Mar Calmo. Pasaron tan sólo unos pocos minutos, pero a Laya le dio la sensación de que el tiempo se había paralizado. La culpa se la estaba llevando a un lugar profundo, frío, inhóspito y terrible. El abrazo desesperado de su madre la trajo de vuelta a la realidad.

-¡Laya! ¿Estás bien? –preguntó preocupada

-¡Mamá! –respondió Laya como quien despierta de golpe.– Papá… ¡Se han llevado a Papá!

-Lo he visto, cariño. ¡Ha sido terrible! Pero estamos tú y yo aún. –intentó consolarla

-Es mi culpa…

-No hija mía, tú no te has llevado a tu padre.

-Pero yo sabía que venían a buscarle… Me lo dijo el mar…

Durante el resto del día, las madres, los hijos e hijas de Mar Calmo lloraron las pérdidas mientras recogían y reparaban los destrozos resultantes del enfrentamiento contra los guerreros de Bakasuron.

                La noche cayó. Las lámparas de aceite de cada casa se fueron apagando gradualmente. Mar Calmo quedó sumido en la total oscuridad. El silencio de la noche únicamente truncado por el rumor de las olas del mar arrastraba una brisa densa y triste. Laya yacía en su cama, con el corazón compungido. La culpa seguía creciendo en su interior y a pesar de la ensordecedora quietud del momento no podía dormir.

Laya…

Resonó con una dulzura paternal en su mente.

Layâ…

Otra vez, su nombre, pero no sonaba del todo igual.

Lajâ…

Extraño, sin embargo familiar

Jâla…

Laya se levantó y se dirigió a la puerta de su casa. Su madre, alertada por el sonido de los pasos de su hija en el suelo de madera, salió a su paso.

-¿Dónde vas Laya?

-El mar… –susurró la muchacha sin apartar la vista de la puerta– Me está llamando el mar…

Laya abrió la puerta, y el frescor húmedo de la noche le besó suavemente en la frente. Salió de su casa, caminó descalza, con un aire fantasmal por las calles del pueblo hasta llegar al muelle. Su madre la siguió preocupada intentando detenerla, pero no hacía ruido porque no quería despertar a los vecinos que ya habían sufrido bastante.

-¡Laya volvamos a casa! –ordenó su madre intentando no alzar mucho la voz

-El mar… –repetía Laya una y otra vez como mesmerizada por el susurro que repetía y deformaba su nombre.

Laya avanzó hasta el borde de un embarcadero. Su madre la agarró del brazo para evitar que se cayera al agua. A lo lejos, más allá del horizonte, un resplandor carmesí atravesaba el paisaje de forma misteriosa, danzando sensualmente, curvando hacia un lado y otro alternativamente su silueta luminosa. Laya se dio la vuelta hacia su madre y la miró con ternura.

-Voy a buscar a papá. –resolvió con una seguridad que perturbó a su madre.

Se dio la vuelta, saltó al agua y nadó hacia el fondo, cada vez más hondo, dejando atrás el llanto desconsolado y las súplicas de su madre.

Laya…

Sólo oía aquel susurro que la llamaba desde el fondo del mar.

Layâ…

Cada metro que descendía en profundidad el susurro se volvía más audible.

Lajâ…

Y aún más.

Jâla…

 Su nombre había cambiado, sin embargo le resultaba extrañamente más adecuado ahora. Siguió nadando aún más al fondo. El aire que tenía dentro ya había salido por completo y se había ido burbujeando grácilmente a la superficie. Se le agotaban las fuerzas, pero seguía nadando con tesón pues tenía que rescatar a su padre. Su cuerpo empezaba a fallar: le dolía el pecho por el esfuerzo y la ausencia de aire, los músculos ya no tenían fuerza y su avance se había detenido, su mente poco a poco se iba apagando en una especie de sueño muy lejano con un regusto algo amargo pero a la vez mágico. Sus ojos se cerraron y quedó inmóvil rodeada de agua salada y oscuridad. Despacito, su cuerpo fue descendiendo cada vez más hasta perderse en las profundidades.

Laya…

Layâ…

Lajâ…

Jâla…

Despertó en un lugar frío, su camisón y su pelo ondeaban mecidos por una apacible corriente marina. No había aire en ese lugar, no obstante respiraba. “¿Qué ha ocurrido?” pensó. Frente a ella, la penumbra marina se disipó tras un cegador destello blanco. La voz que había susurrado en su mente se dirigió a ella con una claridad solemne.

-Has escuchado la llamada.

-¿Quién es?

-Sansâra es mi nombre –respondió aquella grandilocuente voz

-¿El Dios Prístino? ¿Hijo de Sârva la Creadora?

-Así es. Y tú, Laya de Mar Calmo, posees lo que buscan los secuaces de Avyasthâ.

-El Alma Etérea… –esas palabras salieron de Laya como un suspiro que se da tras un esfuerzo exigente.

-Por eso has podido oír mi llamada.

-¿Qué significa?

-Enseguida lo entenderás, querida.

El destello centelleó de forma sorprendente frente a Laya quien comenzó a notar cómo cambiaba su cuerpo: la piel se le tornó de un tono azulado como el mar en un imponente y soleado día de verano, las pupilas de sus ojos se encogieron y cambiaron de forma hasta convertirse en las de un reptil, su pelo se volvió parecido a las algas marinas que ondulaban mecidas por las corrientes, entre sus dedos, tanto de los pies como de las manos, brotaron membranas cartilaginosas, sus uñas se transformaron en poderosas garras, y la integridad de su cuerpo se recubrió de una suerte de armadura de escamas que ella identificó como las de los dragones de los cuentos.

-Jâla es tu Alma Etérea –explicó la voz de Sansâra– Jâla en la lengua de los Dioses es el agua, es el mar, es la lluvia, los ríos y los lagos. Jâla es la Guardiana Celestial del Océano.

-Entiendo. –asintió Jâla– Ahora, voy a rescatar a mi padre.

Jâla nadó rauda y desapareció en las aguas de los mares de Esteryania.

A la mañana siguiente, los habitantes de Mar Calmo despertaron con el pesar de la madre de Laya, quien había pasado la noche llorando desconsolada, en el embarcadero donde vio a su hija saltar al agua. Muchos se acercaron para tratar de darle su apoyo. A pesar de lo terrible de la situación, la tortura de la pérdida de dos seres queridos se vio interrumpida por un asombroso hecho. Un niño Calmeño oteó al horizonte y gritó con entusiasmo: ¡Están volviendo! A lo lejos, los habitantes de Mar Calmo que se habían apelotonado sobre el muelle pudieron contar una quincena de barcas que se acercaban al puerto. En dichas embarcaciones navegaban todos y cada uno de los hombres que se habían llevado los guerreros de Bakasuron. Al arribar a puerto, cada uno corrió hacia sus respectivas familias para fundirse en abrazos y lágrimas de soslayo. Los padres de Laya no fueron una excepción.

-¡Has vuelto! –sollozó la mujer dándole a su marido un cálido beso en los labios.

-Sí. –contestó sonriendo el hombre– Hemos vuelto todos. Laya nos ha salvado.

-¡Laya! ¿¡Dónde está!?

-Ahora ella es el mar.

Era extraño, pero aquellas últimas palabras del padre de Laya, se volvieron una especie de reconfortante lema.

La madre de Laya echó la vista al horizonte. Su pecho exhaló un suspiro y de sus labios salieron las mismas palabas: Ahora ella es el mar.

 

Jâla o la Dama del Mar.

Fragmento del Libro de Sârva, La Gran Guerra de los Dioses