Aries

-¡Vuelve aquí ladronzuelo! –gritó furioso un viejo comerciante amargado al ver que Ignás salía corriendo de su colmado con las manos llenas de manzanas robadas.

Ignás era un chaval de unos catorce o quince años, no lo sabía del todo exactamente pues era huérfano; un par de años atrás se escapó del hospicio de mamá Yasmina porque sentía que ese no era su lugar y quería vivir aventuras como los héroes y las heroínas de los cuentos que ésta les contaba antes de ir a dormir. Las magníficas historias de magia, de grandes gestas, de reinos encantados y de hechizos que romper lo hacían soñar desde siempre. Si le preguntaban si tenía sueños, él siempre contaba uno que le era recurrente y en el que tenía el poder de dominar el fuego; esa ilusión onírica le ayudaba a justificar el color de sus ojos negros como el carbón y el brillante tono pelirrojo de su cabello que siempre estaba desordenado. También contaba que en el sueño había otros como él que dominaban otros elementos o regían lugares especiales, eso le hacía sentir mucho más importante que el resto de compañeros del hospicio. Ignás tenía un carácter vigoroso y fuerte, razón por la que chocaba constantemente con mamá Yasmina lo que la hacía enfadar a menudo y además cuanto más se enfadaba ella más satisfecho se sentía Ignás. A pesar de su horroroso comportamiento con los demás niños y niñas del hospicio y en especial con mamá Yasmina, Ignás era un chico cariñoso y bondadoso. Los quería a todos con locura y siempre que podía los ayudaba y los cuidaba con todo su empeño y corazón. Mamá Yasmina solía ser más exigente con él puesto que fue el primer niño que acogió en el hospicio y lo crío casi desde que nació, para ella fue su el primer hijo y como se solía decir en la región: el primero siempre abre los caminos y abrir caminos nunca es tarea fácil. El día que Ignás decidió marchar, mamá Yasmina y los demás niños estaban fuera, fueron a hacer una excursión por los bosques cercanos al hospicio para recoger frutas y bayas; el muchacho delgado y pelirrojo se coló en la habitación de mamá Yasmina para buscar papel, pluma y tinta con la intención de dejar una nota escrita. No se atrevió a decirle a mamá Yasmina frente a frente que se marchaba porque pensaba que intentaría retenerlo de cualquier forma. Así que dejó una nota escueta y escrita torpemente en la que se podía leer: “MAMA IASMINA T KIERO PRO KIERO BIVIR ABNTURAS NOS VMOS”. Y se marchó con la sola compañía de un fardo en el que guardó una hogaza pequeña de pan y una bota de piel con agua fresca. Sus pasos no lo llevaron muy lejos del hospicio de Mamá Yasmina, pero lo suficientemente lejos como para que no le buscaran. Fue a parar a una pequeña ciudad llamada Dhananjay, situada al extremo oeste de la Nación Esteryania, al pie de las Montañas del Fuego Durmiente. Gracias a su inteligencia, a su carácter vigoroso y a su carisma candoroso, halló un modo de vida para subsistir que no era otro que engañar a los comerciantes de la ciudad para acabar robándoles sus productos; fue así cómo se labró el nombre del Ladrón Rojo.

                Ignás corrió por la calle principal de Dhananjay con las manzanas en su regazo, dobló una esquina para perder de vista a un par de agentes que lo perseguían, dio un sorprendente brinco para engancharse a un muro de la calle y escaló ágil como una lagartija hasta lo alto de la fachada de ese mismo edificio. Una vez arriba se ocultó agazapado y vio cómo los dos agentes pasaron de largo sin percatarse de su huída. Ignás espiró el aire contenido en sus pulmones y volvió a respirar normalmente tras la carrera. Al cabo de unos segundos se levantó, miró su botín frutal y le dio un mordisco a una de las manzanas que estaba dulce, crujiente y muy fresca. Saboreó el bocado como si fuera la primera vez que comía manzanas y le supo a gloria. Se dio la vuelta para empezar a bajar de aquella azotea, pero se dio un buen susto pues no estaba solo. Alguien estaba detrás de él; era un hombre bastante alto y delgado, con la piel de la cara arrugada y de un tono cetrino pálido. Sus ojos eran más bien pequeños con unas pupilas extrañamente rojas, su nariz era larga, ancha y algo ganchuda en su final, tenía una boca bastante grande con unos labios finos y algo resquebrajados por el evidente paso de los años, su cabello gris y sedoso estaba recogido en una larga cola de caballo que le llegaba hasta casi el final de la espalda. Iba ataviado con una túnica negra que le cubría prácticamente todo el cuerpo y en sus pies calzaba unas robustas botas de cuero negras. Al cuello llevaba un colgante con un símbolo que Ignás no había visto nunca antes y que no supo describir del todo, le recordaba a un ojo atravesado por un rayo de tormenta. Un escalofrío le recorrió toda la espina dorsal.

-Tú eres al que llaman el Ladrón Rojo, ¿verdad?

-Así es… –contestó Ignás desconfiado– ¿Quién es usted?

-Mi nombre es Lavanon, soy el Regente de Dhananjay y mi función es impartir justicia. –contestó con un tono serio y una voz grave

-¿Está aquí para detenerme? –preguntó Ignás dando un paso hacia atrás pero deteniéndose en seco puesto que detrás suyo estaba el filo de la azotea y el vacío entre los edificios que le precipitaría al fondo de la callejuela.

-No. –sonrió siniestramente el Regente Lavanon– Vengo a tu encuentro pues eres muy famoso por tus habilidades y me gustaría poder explotarlas para nuestro beneficio.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir? –cuestionó Ignás sin comprender

-Verás jovencito, no tengo mucho tiempo para explicártelo todo, no obstante haré un esfuerzo para que entiendas cuáles son nuestros propósitos lo más rápido posible.

-Entendido. –Ignás asintió casi por inercia. En realidad no estaba del todo seguro si lo que le iba a contar aquel hombre le convenía o no, tampoco entendía muy bien qué hacía un alto cargo fuera de su cómodo despacho desde el que gestionar todo sin necesidad de salir de allí para ensuciarse las manos era sin duda una vida cómoda y tranquila. Y además había algo en el Regente Lavanon que le incomodaba muchísimo. No sabía qué era, pero su presencia le hacía sentir un dolor punzante en la boca del estómago.

-Bien, conoces un poco los alrededores de la ciudad, ¿verdad? Pues en lo alto de las Montañas del Fuego Durmiente hay una cueva que guarda un artefacto perdido tiempo atrás. Necesitamos extraerlo para ayudar a la ciudad a prosperar y mejorar. Hemos pensado que tú y tus habilidades evasivas pueden ser de lo más útiles para ayudarnos a conseguir nuestro objetivo.

-¿Por qué no envían a los exploradores o a los agentes del Cabildo? –preguntó Ignás muy extrañado por la petición del Regente Lavanon

-La verdad… –Lavanon carraspeó un tanto escandalosamente– Nuestros efectivos no pueden acceder a la cueva pues en su entrada hay una especie de sello ancestral que impide acceder a todo aquel que sea mayor de edad. Como comprenderás, no podemos enviar a un lugar tan peligroso a cualquier infante puesto que sería una imprudencia, pero tú eres especial, eres hábil, ágil, muy astuto y aún no has cumplido la mayoría de edad.

-No sé… –Ignás comenzó a cavilar y su mente le dio miles de ideas sobre el asunto, algunas lo cubrían de gloria y otras le lanzaban a pensamientos tenebrosos.– ¿Qué pasaría si decidiera no aceptar su propuesta?

-Lo arreglaríamos fácilmente. –contestó el Regente Lavanon con una mirada dura que clavó directamente en los ojos de Ignás quien sintió un nuevo escalofrío por dentro.

-¡Entendido! –afirmó Ignás cuadrándose de forma militar– Si tengo éxito en esa misión, ¿cuál será mi recompensa?

-Podrás pedir lo que quieras una vez consigas tu objetivo, jovencito. Entonces, ¿qué dices?

Ignás reflexionó unos instantes. Su mente iba a toda velocidad, se veía trabajando para el Cabildo en misiones de recuperación de artefactos, de captura de forajidos, se veía como un héroe que conseguía cumplir misiones, se veía rodeado de éxito y fortuna, pero también se veía fracasando e incluso pereciendo en ese primer encargo del Regente Lavanon. Por una parte pensaba que era la oportunidad que estaba esperando para vivir una aventura como las de los héroes de Mamá Yasmina, pero por otra el miedo le ponía alguna que otra cadena alrededor del cuello apretándole levemente. Finalmente, alzó la vista hacia el Regente Lavanon y con una mezcla de entusiasmo y temor le respondió.

-¡De perdidos al río!

-Bien, jovencito. –Aprobó el Regente Lavanon con su siniestra sonrisa– Reúnete mañana con nosotros en la puerta oeste de la ciudad al alba. No llegues tarde.

El Regente Lavanon tomó una de las manzanas del regazo de Ignás, la miró con gula, la frotó suavemente con la manga de su túnica negra, le lanzó una nueva mirada y finalmente se la llevó a la boca para darle un imponente mordisco. Ignás se estremeció pues esa forma de morder la manzana le pareció temible; tuvo la impresión de que una bestia iracunda destrozaba a conciencia una presa inocente. El Regente Lavanon devoró la mitad de la fruta y arrojó la otra mitad con un gesto de desdén. Ignás se giró para ver como parte de su botín destrozado se precipitaba contra el suelo de la callejuela. Ignás se volteó de nuevo hacia él; quiso llamarle la atención por haber desperdiciado una manzana tan valiosa, pero el viejo había desaparecido, esfumado completamente, sin dejar rastro alguno, como si nunca hubiera conversado con él, como si todo hubiese sido uno de sus sueños fantásticos.     

                Ignás regresó a su refugio; así es como llamaba el Ladrón Rojo al pequeño hogar que se había montado él mismo en lo alto de una torreta de defensa abandonada, protegida por almenas de piedra medio derruidas sobre las murallas del lado oeste de Dhananjay. Se acomodó en un atípico asiento hecho con trozos de madera recuperados de la calle y telas de algunas piezas de ropa vieja que encontró por la zona más alta y próspera de la ciudad; se comió dos manzanas observando las laderas escarpadas de las Montañas del Fuego Durmiente con sentimientos un tanto contradictorios: por una parte sentía emoción porque tenía la certeza de que iba a vivir su primera aventura como había deseado desde bien pequeño, pero por otro lado una pequeña voz interior le susurraba sin cesar todo el tiempo “desconfía”. Las Montañas del Fuego Durmiente se le aparecían por primera vez desafiantes, impenetrables, peligrosas y no tan sólo como un paisaje admirable y rico. ¿Qué ocultaban las grutas y cavernas de aquella monumental sierra escarpada? ¿Qué clase de artefacto buscaba el Regente Lavanon? Con esas preguntas rebotándole una y otra vez en su mente y con la vista puesta en aquel magnífico conjunto de impresionantes montes se durmió y soñó.

                Tuvo un sueño de aventuras, uno como los que le gustaba tener, uno repleto de misterio y emoción, sin embargo no le agradó en absoluto cómo terminó esa noche. Soñó que estaba frente a una abertura descomunal en la ladera de una montaña de piedra negra, una oquedad que entraba de lleno en las tinieblas del monte. Se acercó al imponente umbral donde un agudísimo silbido resonó en su cabeza y le hizo detenerse en seco a la vez que se tapaba los oídos instintivamente. Tras recuperarse del breve susto, caminó por el oscuro pasillo de piedra sin apenas ver nada hasta llegar a una estancia prácticamente circular en la que en el centro se hallaba un altar de piedra con un cáliz sobre el que flotaba mágicamente una esfera de cristal que parecía contener un violento incendio en su interior. Los virulentos movimientos que hacían las llamas cautivas del cristal iluminaban de forma grotesca y frenética toda la estancia. Ignás miró fascinado el objeto; “Eso es mi poder… ” pensó. De forma mecánica, casi inconsciente, acercó su mano lentamente al artefacto. Las llamas del interior de la esfera se arremolinaron con aún más furia. Ignás quedó hipnotizado en el acto por aquella extraña pero a la vez familiar magia. Finalmente su mano se posó sobre el orbe de cristal. El cristal se resquebrajó poco a poco, el fuego contenido comenzó a filtrarse y a quemarle la mano a Ignás quien no podía soltar el objeto. En cuestión de segundos el cristal se rompió en mil pedazos liberando por completo al fuego de su interior. Las llamas crecieron y crecieron hasta colmar la totalidad de la caverna. Ignás gritó de dolor pues notaba como el intenso calor le golpeaba a latigazos por todo el cuerpo. La horrorosa vorágine de fuego comenzó a danzar iracunda alrededor del muchacho envolviéndolo con la intención de engullirlo y consumirlo entero. Ignás aterrorizado y dolorido en extremo pudo distinguir rugido intenso y bestial que gritaba entre el estruendo de las llamas: “¡¡Quiero despertar!!” Ignás cayó de rodillas al suelo sobrepasado por la situación; el dolor y el miedo eran mucho mayores de lo que podía soportar y tan sólo deseó que aquello terminara. De pronto, la masa ardiente dejó de rodearle y comenzó a meterse dentro de él por sus poros, por sus orificios nasales, por sus oídos y hasta por sus ojos. La gran caverna volvió a estar totalmente a oscuras. Ignás era ahora distinto. Ya no había gritos de pavor. El dolor se había esfumado. En su interior no había ni un atisbo siquiera de miedo. Sobre su piel no había ni un rasguño, ni rastro de quemaduras, totalmente sano y salvo. Se miró las manos comprobando así cómo el poder del fuego estaba en su interior. Se sentía rebosante de una soberbia energía ígnea. Tras aquello se dirigió al pasillo de vuelta al exterior pero no pudo llegar a la salida. En medio del paso se topó de bruces con el Regente Lavanon quien clavó sus ojos rojos en él, esbozó una diabólica sonrisa para acto seguido pronunciar una frase: “Eres quien estoy buscando.”

                Ignás despertó a la mañana siguiente con un poco de dolor de cabeza. Su sueño no le había permitido descansar como hubiera querido, pero no tenía excusas, tenía que prepararse para marcharse a encontrarse con el Regente Lavanon y con su equipo de agentes del Cabildo para cumplir su misión. Preparó un hatillo con tres manzanas que le sobraron la noche anterior y lo cargó a su hombro con una vara de madera. Salió de su refugio, bajó al centro de Dhananjay y caminó por sus calles más tranquilo que de costumbre. Andó con parsimonia, con una lentitud que no le caracterizaba en absoluto pues siempre iba corriendo a todas partes. No obstante, aquella mañana quiso disfrutar del aire tempranero y fresco, del dulce aroma a pan que salía de los obradores cercanos, de la exótica esencia de café recién tostado que se colaba por algunas ventanas, del silencio calmo de las primeras horas del día, de la tenue luz del sol que se iba despertando al ritmo de la pequeña ciudad. Aquella mañana, Dhananjay le pareció distinta, le resultó desconocida a pesar del tiempo que llevaba viviendo ahí. Finalmente, dirigió sus pasos hacia la puerta del extremo oeste donde le había citado el Regente Lavanon. La descomunal puerta de madera maciza y pintada de rojo intenso le saludó silenciosa. Estaba cerrada a cal y canto con una cantidad exorbitada de mecanismos, engranajes y ruedas que chirriaban estrepitosamente cada vez que se abría el paso hacia el exterior de la ciudad. El chico observó con admiración de arriba abajo el gran portón flanqueado por las gruesas y antiguas murallas blancas de la ciudad.

-¡Buenos días muchacho! –saludó de una voz ronca el Regente Lavanon

-¡Hola! –contestó Ignás sobresaltado pues no se había percatado de la presencia del Regente que le abordó por la espalda

-Has sido sorprendentemente puntual muchacho. –halagó Lavanon con media sonrisa.

-Gracias. –respondió distante Ignás– He dormido poco.

-Espero que no afecte eso al resultado de tu misión, jovencito.

-Descuide. –Ignás iba a decir alguna cosa más, pero echó un vistazo detenido a la compañía que llevaba el Regente Lavanon y le extrañó el escaso número de efectivos que iban tras él.– ¿Cómo es que son tan sólo tres soldados?

-No hacen falta más. Es hora de marchar. –respondió con tono seco y tajante Lavanon. A continuación alzó su mano derecha e hizo un rápido ademán que fue seguido por un estruendoso crepitar de madera maciza combinado con el sonido metálico de mecanismos pesados encajando y desencajándose. La puerta de madera se abrió lenta y pesadamente frente a Ignás quien empezó a notar cómo su corazón se aceleraba por momentos, debido a la emoción por la aventura aderezada con unas gotas de inseguridad.

                De camino a las Montañas del Fuego Durmiente ninguno de los miembros de la expedición pronunció palabra alguna. De vez en cuando, Ignás echaba un vistazo discretamente por el rabillo del ojo tanto al Regente Lavanon como a los agentes del Cabildo. Lavanon llevaba su característica y elegante túnica negra, vestimenta que era de lo más habitual en Dhananjay utilizada en especial por personas de alto poder adquisitivo o importante relevancia política. Los que le parecieron un tanto siniestros fueron los agentes mismos; si bien en las calles de la ciudad, Ignás había sido perseguido en distintas ocasiones por varios de los cuerpos de la autoridad por sus actos, estos agentes especiales del Cabildo le eran extraños. Llevaban armaduras gruesas, aparentemente resistentes y de color negro metalizado, sin embargo no presentaban ningún tipo de galón o marca que indicara el grado militar que tenían; sus cabezas iban totalmente cubiertas por yelmos lisos, también negros, sin ningún tipo de marca distintiva o decoración. Las caras de los agentes permanecían cubiertas de una suerte de mallas negras, al igual que cualquier otra parte del cuerpo que no estuviera protegida con la armadura. Ignás se hubiera atrevido a decir que por el misterioso aspecto, no eran seres humanos. Tras andar largo tiempo por un sendero sinuoso que cada vez se estrechó y se elevó más y más, la curiosa comitiva llegó a la entrada de una caverna que se metía de lleno en las entrañas de las Montañas del Fuego Durmiente. Frente a esta las vistas panorámicas se perdían en el horizonte Esteryanio pasando antes por la majestuosidad de las murallas blancas, las viejas almenas y los edificios dispares de Dhananjay. Ignás oteó el paisaje con cierto agrado y se quedó unos segundos mesmerizado entre pensamientos agradables, recuerdos perdidos y un diminuto pero poderoso sentimiento de incertidumbre. El Regente Lavanon se paró tras el muchacho y le posó su mano sobre el hombro derecho. Ignás notó un repugnante escalofrío que corrió desde su rabadilla hasta la coronilla. Se volteó turbado hacia el Regente quien sonreía de una forma inquietante.

-¡Vamos! Tienes trabajo que hacer muchacho.

-¿Es aquí verdad? –preguntó Ignás con la voz un tanto temblorosa.

-Efectivamente. –asintió Lavanon sin abandonar su lúgubre sonrisa– Esta es la caverna que tienes que cruzar para llegar a la cámara en la que está el artefacto que necesitamos para el desarrollo de Dhananjay. ¿Estás listo?

-No estoy del todo seguro… –afirmó mientras se le escapaba una risilla nerviosa– ¿No puede acompañarme ninguno de sus hombretones?

-Desde luego que no. –confirmó Lavanon retomando una expresión seria y fría. El Regente se acercó a uno de los agentes y le susurró algo. Acto seguido, la mole de metal negro se lanzó sin pensarlo a la carrera hacia la entrada de la caverna. Justo cuando cruzó el umbral de entrada, un destello ardiente detonó contra el agente destruyéndolo por completo, dejando piezas de la armadura desperdigadas por doquier.

-¡Santa Sârva! –chilló horrorizado Ignás dando un salto hacia atrás– ¡No entro ahí ni en broma!

-El sello sólo afecta a los adultos. –explicó el Regente de nuevo con su sonrisa malévola en los labios.

-¿Cómo puedo creérmelo? –insistía Ignás con el corazón a punto de salírsele del pecho

-Ahora verás. –Lavanon agarró a Ignás y a otro de los agentes por sus respectivos antebrazos y los arrastró hacia la entrada de la caverna. Ignás comenzó a llorar y a berrear como un niño pequeño suplicando que lo soltara; el agente avanzaba al mismo paso que el Regente sin mostrar ningún tipo de reacción. Lavanon se plantó frente a la entrada con los dos individuos a cada lado y los forzó a acercar sus manos al umbral. Ignás cerró los ojos intentando sorber todas las lágrimas que estaban bajándole sin cesar por las mejillas y preparándose para soportar el dolor más intenso que su cerebro le obligaba a imaginar. Oyó como una intensa llamarada espetaba cerca de él. No sin temor, entreabrió un ojo y vio que su mano estaba ilesa, sin embargo la mano del agente del Cabildo había desaparecido por completo, dejando sólo a la vista una marca de quemadura muy intensa y apestosa. El Regente Lavanon soltó a ambos y se dirigió a Ignás con sorna– ¿Lo ves muchacho?     

                Ignás se secó las lágrimas deprisa pues no quería que pensaran que era un llorón, pero la verdad es que aquello le había asustado más que nada en lo que llevaba de su corta vida. Miraba angustiado al pobre agente que ya no tenía mano y los restos del otro que había sido completamente eliminado. Su corazón bombeaba a una velocidad frenética y su respiración estaba entrecortada por el mal trago. El Regente Lavanon clavó su mirada penetrante y malvada en los ojos del chico sin desdibujar su temible sonrisa.

-¿Estás listo muchacho?

-No lo tengo muy claro. –respondió Ignás tras hacer una pequeña pausa y carraspear un poco– ¿Hay más trampas del estilo dentro?

-No lo sé. –contestó el Regente incisivo– Por eso te elegimos a ti. Porque tú tienes la habilidad de llegar hasta el artefacto.

-¡Pero si soy sólo un niño!

-Para nosotros no. Para nosotros eres el que tiene que entrar ahí y retirar el artefacto del fondo de la caverna. Si no lo haces, te pasarás el resto de tu vida en las sombras de las mazmorras de Dhananjay.

Desde luego, Ignás no quería pasarse el resto de su vida en prisión, pero lo que acababa de presenciar le parecía una locura. Si tan sólo en la entrada había ocurrido eso, ¿qué otras locuras podían estar esperándole dentro de la caverna? Estaba claro que la cárcel no era una opción, pero la muerte tampoco. Se armó del poco valor que le quedaba dentro y se plantó frente a la entrada de la caverna, respiró hondo dos o tres veces para intentar calmar su estado y entró. No pasó nada. Entonces miró hacia el exterior y vio al Regente Lavanon parado frente al umbral sonriendo y despidiéndose con un gesto pausado de su mano.

                El Ladrón Rojo comenzó a caminar hacia el interior de la gruta que se hizo cada vez más oscura. La vista de Ignás se fue acomodando poco a poco a la falta de luz. Para no golpearse o tropezar o toparse eventualmente con alguna trampa como la de la entrada, Ignás tomó la precaución de avanzar pegado a la pared rocosa de aquel túnel oscuro. Tras caminar a tientas por el inhóspito lugar durante un tiempo que no logró identificar, divisó a lo lejos y al final de la oquedad, un diminuto punto de luz titilante. El brillo era intenso pero irregular pues destellaba sin cesar como una vela usada siendo terriblemente amenazada por una implacable brisa primaveral. A pesar de que su corazón dio un discreto pero incómodo vuelco en el fondo de su pecho, Ignás siguió avanzando sin pensárselo mucho. Cada vez estaba más y más cerca de la brillante e irregular luz que temblaba a lo lejos. Conforme se iba acortando la distancia, Ignás comprobó cómo el resplandor era cada vez más intenso y grande. Ahora tenía el tamaño de un puño. Siguió avanzando y pudo observar que el pasillo de piedra terminaba en una sala de planta circular cuya bóveda semiesférica estaba recubierta de estalactitas de tamaños diversos, algunas de las cuales acariciaban dócilmente con sus finales puntiagudos a algunas estalagmitas lo suficientemente altas y agudas. El suelo era irregular, con algún que otro pequeño desnivel de piedra afilada, no obstante, en el centro de la estancia, la tierra era lisa como si alguien la hubiera pulido a lo largo del tiempo. Ignás abrió los ojos estupefacto al ver qué es lo que había en el mismo centro de la pieza. No podía creérselo, pero allí estaba, tal y como la había visto en su sueño, sobre un altar pétreo y majestuoso, flotando como sostenida por algún tipo de magia ancestral, la vio brillante, intensa, ardiente y mágica: una esfera de cristal que contenía un fuego iracundo que fulguraba bailando a un ritmo frenético, caótico y poderoso. Su corazón se encogió otra vez por el asombro. Recordó su sueño como si lo estuviese teniendo de nuevo en ese preciso instante. Sus sentimientos contrarios se enfrentaron en ese preciso instante: por una parte notaba que había encontrado lo que estaba buscando, pero por otra supo que aquel hecho significaría que todo en su vida cambiaría.

                Ignás se acercó al altar de piedra con el corazón desbocado. Observó de cerca cómo las llamas se arremolinaban con virulencia dentro de su cárcel de cristal; estaba totalmente embelesado por todo lo que implicaba aquello. El poder del fuego… ¿Realmente era para él? ¿O bien era ese el artefacto que buscaba el Regente Lavanon como había visto en su sueño? ¿Para qué quería el Regente el poder del fuego? Las ganas de tomar entre sus manos el orbe de cristal y las dudas respecto a qué ocurriría si lo hacía se amontonaban como una montaña de problemas sin fácil resolución en la mente de Ignás. Por primera vez en su vida estaba en una encrucijada de la cual no lograba hallar la salida. Quería obtener el poder del fuego, ¡por supuesto! ¿Quién rechazaría tener algún tipo de poder mágico? Con ello podría ganarse la vida mostrando su talento ígneo a todo el mundo, haciendo algunos trucos o peligrosos malabares que dejarían al público atónito y agradecido. Podría viajar por toda Onyria y ser conocido en todas las ciudades, pueblos y aldeas, se haría un nombre y dejaría de vivir robándole a los tenderos de Dhananjay. Quizás incluso podría volver al hospicio de mamá Yasmina para agradecerle económicamente que lo cuidara desde pequeño. Pero, ¿y si todo aquello eran tan sólo sus ilusiones? Todo aquello le parecía maravilloso, sin embargo no podía olvidar lo que decía el Regente Lavanon al finalizar su sueño, justo en el momento en el que se topaba con él. Esa frase se quedó grabada a fuego en su memoria: “Eres quien estoy buscando.” ¿Por qué?

                Los pensamientos de Ignás que volaban a toda velocidad por su mente fueron interrumpidos por una voz profunda, lejana y algo ronca. Una voz que pareció surgir del crepitar vehemente preso en la esfera de cristal y que retumbó disipando casi todas las dudas. “¡Despierta al Señor de la Llama!” El muchacho borró cualquier atisbo de temor en su interior y decidido a seguir con la persecución de sus sueños, aproximó ambas manos al orbe de cristal, con las que formó una cuenca bajo la esfera flotante y la recogió con una suavidad inusitada en sus acciones diarias. De pronto el fuego que había sido prisionero del orbe de cristal se extinguió sin dejar rastro alguno. Ignás extrañado y algo irritado por lo ocurrido, comenzó a zarandear en el aire la bola que ahora había dejado brillar. Insistía enfadado y exigía que le otorgara el poder del fuego que tanto había buscado pero no ocurría nada. Tras unas cuantas sacudidas, el Ladrón Rojo quedó totalmente paralizado pues oyó en su interior cómo la oscura y fulgurante voz que había surgido del cristal ahora estalló en su mente: “¡Despierta Señor de la Llama!” Ignás dejó caer el orbe de cristal que quedó hecho añicos en el suelo. De nuevo la voz oscura y crepitante retumbó en él: “¡Despierta Señor de la Llama!”

-¿Lo oyes verdad? –preguntó el Regente Lavanon desde la entrada de la oquedad que estaba a oscuras y que él iluminaba tenuemente con una suerte de llama fantasmal y azul que surgía de la palma de su mano izquierda.

-¡¿Usted?! –preguntó Ignás sobresaltado al percatarse de la presencia totalmente inesperada del Regente.

-¿Puedes oírle verdad? –insistió Lavanon esgrimiendo su característica sonrisa más afilada que nunca– Oyes cómo ruega por despertar, ¿yerro?

-¿Qué es esto? –preguntó Ignás con un grito de incomprensión y tensión– ¿Qué es esta voz?

-La voz que oyes en tu interior es el deseo desesperado del Guardián Celestial del Fuego. Quiere salir de su letargo divino. –explicó el Regente sin tapujos mientras se acercaba siniestramente a Ignás con su fea y malvada expresión bien imprimida en su rostro.

-¡No entiendo nada! –aclaró el muchacho sin tener idea de qué era lo que estaba ocurriendo y temiendo que sus sueños no habían sido más que meras fantasías oníricas.

-Yo te lo explicaré. –afirmó Lavanon que se había situado detrás del chico– El Amo Avyasthâ está en guerra con su hermano, y nosotros, sus súbditos, los partidarios del caos tenemos una misión muy importante que cumplir para que la balanza se decante a nuestro favor. –Lavanon posó la mano derecha sobre el hombro de Ignás quien quedó inmovilizado por completo pues la superficie lisa de tierra se tornó en una armadura de piedra anclada al suelo firme que le apresó primero los pies, después las rodillas, tras eso la roca cubrió los muslos y finalmente la cintura. A continuación, Lavanon siguió con su explicación– Nuestra misión consiste en encontrar a los Guardianes Celestiales, entidades que surgieron del alma de la mismísima Diosa Creadora Sârva. Una vez localizamos a uno de los Guardianes debemos capturarlo y obligarlo a formar parte de nuestro bando para garantizar la victoria del Amo Avyasthâ. –la piedra que capturaba a Ignás siguió ascendiendo poco a poco por su cuerpo hasta cubrirle el torso y los brazos.– Lo curioso es que algunos de los Guardianes Celestiales cayeron un sueño tan profundo que olvidaron quiénes eran. Así que sus almas poderosas viven dentro de seres humanos corrientes, y esperan a ser llamados para poder despertar. A eso lo llamamos el Alma Etérea. Casi todos los Guardianes Celestiales tienen su alma presa en un cuerpo humano normal  y corriente, pero Agni, el Guardián Celestial del Fuego es diferente. –Por fin, la roca cubrió hasta la cabeza a Ignás quien no podía hacer nada más que escuchar con resignación e impotencia lo que le contaba el Regente Lavanon.– En un origen el Alma Etérea de Agni reposaba dentro de un cuerpo humano como los demás, sin embargo la Diosa Creadora Sârva pidió a su hijo Sansâra que ocultara el peligroso poder destructivo del fuego en un lugar oscuro, alejado, de difícil acceso y que lo mantuviera bien vigilado. Sansâra obedeció a su madre y separó el Alma Etérea de Agni del cuerpo en el que estaba dormida, después la encerró en un orbe mágico de cristal y lo guardó en lo más profundo de las cavernas de estos montes. –Lavanon posó su mano izquierda sobre la armadura de piedra y la llama azul que portaba en esta se unió a la roca. Un brillo azul pálido cubrió todas y cada una de las placas pétreas  durante unos segundos y después se desvaneció.– El sello mágico que colocó Sansâra en la entrada de esta cueva contenía la esencia del Alma Etérea de Agni y la sangre del cuerpo que la había albergado. De esta forma se impediría llegar hasta donde se ocultaba el orbe a cualquiera que no fuera el mismísimo Agni. Y una vez que alma y cuerpo se reunieran dicho sello quedaría anulado. 

-¡Maldita sea! –maldijo Ignás enfadadísimo desde el interior de su cárcel pétrea

-¿Lo has entendido muchacho? ¿Has comprendido por qué tenías que ser tú quien entrase en esta caverna? –preguntó Lavanon desafiante y osado

-¡Maldito! ¿Qué pretende hacer con el poder del Guardián del Fuego?

-Como ya te he dicho, nuestra misión es obtener el favor de los Guardianes Celestiales.

-¡No pienso ayudarle a usted en esa locura de guerra!

-No necesito que me ayudes voluntariamente. –aclaró Lavanon con un tono burlón– Sólo tengo que corromper tu alma y serás irremediablemente uno de los nuestros.

                Ignás intentaba patalear, golpear, moverse, escapar pero todo era en vano. El Regente Lavanon caminaba despacio alrededor de la cárcel de piedra recreándose en su inminente victoria a la vez que sugería Ignás que se moviera más y se resistiera todo lo que quisiese pues se cansaría antes y le sería mucho más sencillo conseguir su objetivo. Lavanon detuvo su marcha posicionándose frente a la grotesca escultura, metió su mano en un bolsillo de la túnica y extrajo un frasquito de cristal tapado con un corcho un tanto podrido por la parte inferior. En el interior de la botellita reposaba una suerte de limo negruzco. El Regente retiró el tapón de corcho y un sonido burbujeante chispeó efervescente además de algo asqueroso. Lavanon vertió el contenido del frasco sobre la roca que apresaba a Ignás y el limo oscuro se filtró ominoso entre la piedra. La infausta sustancia alcanzó al chico que gritó desgarradoramente de dolor al contacto con ella. En su voz agónica se pudo también distinguir un espantoso y ardiente rugido de ira para nada humano; Lavanon aguzó aún más si cabe su pérfida sonrisa comprobando que su estratagema para obtener el favor de Agni estaba funcionando. Tras aquello del interior de la armadura de roca, filtrándose a través de las placas de piedra, comenzó a brotar un humo morado. Lavanon estalló en carcajadas pues casi había conseguido su objetivo; a continuación metió su mano de nuevo en el bolsillo de la túnica del que sacó otra esfera de cristal como la que había encontrado Ignás. Poso el orbe sobre su mano derecha y lo acercó poco a poco a la roca a la vez que murmuraba una y otra vez algún tipo de sortilegio en la lengua de los Dioses Antiguos. Mientras el siniestro Regente conjuraba, el humo morado que surgía de entre las placas pétreas se fue dirigiendo a la bola de cristal para introducirse en ésta. Tras un largo rato la fumarada violácea ya colmaba por completo la esfera de cristal y los horrorosos gritos de angustia e ira que proferían Ignás y Agni dentro de él cesaron. El Regente Lavanon observó con satisfacción el interior de la esfera que mostraba unas llamas danzantes y violentas de color negro, violeta y gris.

-¡Gracias muchacho! ¡El Amo Avyasthâ estará muy complacido! –manifestó orgulloso  el Regente mientras se marchaba victorioso de la caverna.