El origen de este texto es una especie de pesadilla que tuve de forma recurrente hace muchos años, de pequeño. Ahora está relatada en este texto de una forma un poco más poética y menos agresiva que en mis sueños.
Espero que disfrutéis de la lectura.
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Camino sin rumbo fijo por calles inundadas de un implacable sol estival que alegra a las masas, más mis pasos arrastran una cadencia de penurias; la vista perdida en un mar de frustraciones e inseguridad que riegan y alimentan el miedo que germina de las semillas del dolor. A mi paso el rígido pavimento cimentado y laboriosamente manufacturado se resquebraja con crueles crujidos que helarían la sangre de los más valerosos y dejo tras de mí una estela de destrucción que se hace notoria también en las plantas y árboles que se cruzan en mi paseo: sus hojas se secan y caen, sus tallos y troncos mueren y se pudren transformándose en grotescas tumbas vegetales que dan la bienvenida al desastre.
El aura negra que surge de lo más profundo de mi corazón no cesa de agrandarse y sin prisa pero sin pausa devora incansable mi cuerpo y mi mente y desaparezco de este mundo dejando paso a un monstruoso engendro vegetal. Me desplomo sin alma, de cuclillas en el suelo que se hunde con mi peso e invoca al caos más absoluto. Del fondo de mi ser brotan las malignas raíces que se arrastran veloces y extremadamente dolorosas por mis venas, dirigiéndose a mis extremidades para romper con violencia mi piel y clavarse en el suelo que se pudre irremediablemente nada más tomar contacto. A continuación mi cuerpo se recubre de una corteza propia de un roble, dura, rugosa, irregular pero de un color negro uniforme y desagradable, formando un verdadero tronco que crece y crece… y crece… y crece… y crece hasta límites insospechados. Las despiadadas raíces se afianzan firmes en las profundidades de la tierra dando una diabólica estabilidad al terrible árbol. La alta y maquiavélica copa se viste siniestramente de miles de millares de hojas puntiagudas, hostiles, de tonos rojizos y oscuros que lejos de producir vida amenazan con su sola presencia. Las ramas se arremolinan desordenadas, caóticas y amenazantes apresándome en lo más oscuro de la terrible hojarasca; su roce es dañino y algunas se clavan en mi cuerpo cual lanza en el flanco o puñal por la espalda. La sangre salpica alegre e imparable la negra corteza que la absorbe como agua de lluvia tras largos meses de sequía.
Entre tanta maleza perversa florecen unas extrañas flores de pétalos morados y rojos pistilos como mi sangre que parecen exhalar un horroroso veneno imbuido de más semillas del dolor. Un nuevo refugio de pesar y soledad me aísla del mundo y repele con una atroz muerte a todo aquel que se acerca a intentar salvarme, y a la vez acaba con todo lo que haya a su alrededor. Las raíces siguen extendiéndose imparables bajo la tierra como una perversa plaga que va en busca de más víctimas para extender su reino de caos, tristeza y pesar. El aire en las inmediaciones del inmenso y espantoso árbol se vuelve irrespirable, ponzoñoso, mortal y todo ser vivo debe huir para salvarse. El abominable y gigantesco demonio vegetal se torna pues en un monumento al mal, a la decadencia y a la derrota, tan imponente que ahuyenta a los rayos de la luz provenientes del astro rey, incapaces de obrar el milagro de la salvación. Un grito de sosiego en el corazón del árbol se ha visto ahogado por ese mar de hojarasca tenebrosa que baila al son de una brisa pútrida y decadente.
Sin embargo, al correr del tiempo, percibo a lo lejos, entre la discordia disonante que danza con locura, como se cuela por los ínfimos resquicios de la podredumbre un diminuto atisbo de esperanza que lucha fervientemente por alcanzar el lugar en el que soy prisionero de tamaño dolor. Es el dulce eco de tu voz que viene a rescatarme de ese océano de perdición.