Este texto lo escribí tras visitar la biblioteca de la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona, durante una escapada a la ciudad condal, algunos años después de terminar allí mis estudios. El edificio en sí, siempre me pareció interesante, misterioso, mágico y encantador. La biblioteca en sí, es fascinante y siempre me pareció que estaba llena de rincones con enigmas sin resolver e imaginé que sobre una de las múltiples vidrieras había una especie de entidad oculta que se encargaba de proteger todos los secretos del lugar.
Espero que disfrutéis del texto.
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Han pasado ya innombrables años, tantos que no recuerdo cuándo comenzó todo, ni siquiera cuándo empezó a perseguirme la sombra. Esa maldita imagen me acosa cada vez que cierro los ojos y embruja con negrura hasta lo más profundo de mi ser. ¡Pensar que tan sólo fue una mirada! Mi curiosidad lo arruinó todo y me condenó quizás hasta el punto final de esta página en blanco que es mi vida. ¡Ay de mí! Me advirtieron que entrar en aquella biblioteca era imprudente y más si se hacía una noche de luna nueva, mas los jóvenes jamás se dejan imponer las leyes de los adultos y con osadía las desafían, ajenos a lo que puede acontecer después. ¿Qué más dará? ¡Sólo será un momento! Y precisamente con ese pensamiento advino el tormento. Las fuerzas supremas que mueven la maquinaria infernal del destino mandan sobre nuestros actos y todo lo hecho recibe respuestas.
La biblioteca prohibida albergaba una vidriera que presidía magistralmente la sala principal, justamente en la entrada, dónde solían trabajar los recepcionistas y las bibliotecarias. Una espléndida obra de artesanía que desde tiempos inmemoriales mostraba la imponente efigie de una santa hasta la fecha desconocida, de rostro angelical y sereno lleno de un éxtasis divino ignoto a la gran mayoría de seres terrenales, pues sólo unos pocos son quiénes consiguen llegar a la ataraxia celestial más pura y dejar los saberes mundanos en el plano físico para perderse en un etéreo infinito. Figura dotada además de una indiscutible belleza, quizás producida por el efecto templado de su expresión. Dos enormes alas blancas propias de los serafines elegidos más cercanos a la luz suprema cubrían por completo ambos flancos como guardianes imperecederos de las puertas del anhelado y lejano paraíso. La diva del artífice iba ataviada con ropajes del color del cielo en el día más claro del verano más próspero en el que el astro rey reparte con brío y acierto sus majestuosos rayos para deleite de todas las criaturas vivas e irradiando luz salvadora a todos los rincones del orbe. No dejé ni un solo día de observarla.
Cada vez que ponía un pie en aquel edificio la figura de aquel místico ventanal saludaba con su impecable presencia, impactando de lleno en mi retina, provocando que la contemplación más superficial atrajera a mi mente cuestiones que dormían en algún pozo oscuro de mi corazón. ¿Por qué aquella sensación de embriaguez? ¿Por qué aquellos sentimientos de admiración y a la vez desconcierto y misterio? Silencio. Pero al escuchar el ensordecedor mutismo, a lo lejos una diminuta voz interior que sonaba ronca y ahogada por la razón dijo que aquello se debía a la luz y que en la penumbra la luz se vería mucho más brillante. Ese verbo interior le dio la mano a la curiosidad y ambos dos encendieron sus motores empujados por la llave de los designios. Así pues, aquellos fatales engranajes comenzaron a instalar en mi cerebro el programa para empujarme a tener ganas de presenciar aquella magnífica efigie en la dichosa penumbra.
Los días se fueron postergando uno detrás de otro lenta pero inexorablemente, y con ellos las oportunidades de testimoniar aquel espectáculo bajo el manto nocturno se iban perdiendo irremediablemente en el capricho del flujo temporal, permitiendo así que el ansia creciera hasta niveles desorbitados. Finalmente, la fatídica noche en la que todo se torció había llegado; envuelto en una atronadora sinfonía de silencio y oscuridad logré cumplir aquel anhelo. ¡Qué un mal rayo me parta si miento! Cierto es que aquella imagen fue mucho más impresionante bajo el cielo sin luna que la primera vez que conocí a la santa desconocida. Confirmé entonces que la luz, bien cierto es que en la penumbra luce muchísimo mejor, sin embargo también averigüé la terrible verdad que cuanto más potente es la luz mayores son las sombras que esta proyecta.
Fue entonces cuando advino a mí un horror colosal que heló la sangre en la totalidad de mi fisionomía, al descubrir que aquella imagen que veneraba en secreto durante el día se había tornado en la causa de mi cruel insomnio. Toda la luz que había presenciado hasta ahora se convirtió en una honda tiniebla que aún a día de hoy no ha dejado de acosarme. Aquellas alas angelicales y cándidas cual manto níveo recién caído, eran ahora diabólicamente ramificadas, repugnantemente membranosas y de un tono grisáceo cual cielo ennegrecido por una violenta tormenta. Sus ropajes antes celestiales ahora habían sido degradados a un atajo de jirones de telas viejas, raídas, deshilachadas y negras como el tizón seco. La peor parte, sin duda alguna, fue ver el rostro de la nueva imagen, pues la luz sagrada que desprendía la gran vestal ahora lucía una macabra y esquelética sonrisa digna únicamente del cruel mensajero del mismísimo Azrael. Sus preciosos ojos dieron paso a dos cuencas oscuras y huecas, desprovistas de cualquier signo de vida y por supuesto de la serenidad de antaño.
El heraldo de la muerte dejó claro su mensaje y desde entonces ambas dos, luz y oscuridad me acompañan sin descanso alguno.

Vidriera del Paraninfo de la Universidad de Zaragoza