Tras la Guerra

Sigo trabajando en el Universo de Onyria y en esta ocasión os traigo un pequeño fragmento de la historia que se desarrolla tras la guerra. Ha finalizado y como todas las guerras, esta no es una excepción y deja una estela de dolor, pesar y sufrimiento. Sansāra, el Señor del Cosmos, está buscando una solución para tanto mal. Espero que os guste el fragmento. A ver si termino algún día la historia completa.

¡Saludos y a disfrutar! 

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La que antaño había sido una sobria casa de piedra, cuyos muros estuvieron cubiertos por hiedras altas, verdes, sanas y enrevesadas, ahora se aparecía sin su color característico, sombría, como entristecida. Las mágicas plantas que la rodeaban ahora estaban secas y desperdigadas por cualquier parte, a merced de alguna cruel ráfaga de viento. Sansāra avanzó con el semblante severo hacia el umbral oscuro de aquella  morada al norte de la capital de la antigua Ephiria. Se detuvo en la entrada y la pesada puerta de madera se abrió chirriando de forma desagradable. Del interior una voz femenina con un tono neutro saludó y le dio la bienvenida.

-Mi Señor, es un honor recibir vuestra visita, mas, ¿qué os trae de vuelta a mi humilde morada?

-Estimada Samna, a pesar de que el fin de la guerra ya haya llegado, necesito una vez más de vuestros poderes.

-¿Para qué necesitáis vos el poder de la adivinación? –preguntó algo huraña la mujer con la voz un tanto ronca– Sois el Dios del Cosmos, y acabáis de librarnos del fin de los tiempos. ¿Qué puede hacer una insignificante dama?

-Querida Samna, –respiró profundamente apenado Sansāra cambiando el tono e intentando ser menos ceremonioso– la adivinación no es por lo que he venido. Necesito vuestro verdadero poder, el que ya me ayudó no hace mucho en la Gran Guerra de los Dioses… Necesito el poder que guardáis en vuestro interior. La magia de Mānas.

-Como bien habéis dicho, la guerra ya ha concluido. –contestó cortante Samna a la vez que un desagradable escalofrío le recorrió la espalda. En realidad no tenía ganas de liberar el poder de Mānas, hacía muy poco que la guerra de los dioses había terminado y sinceramente no quería repetir nada de lo que hubiera podido ocurrir durante las diferentes contiendas. Ciertamente, habían salido victoriosos del conflicto, sin embargo estaba dolida y apenada. Su ánimo había cambiado. En los días que siguieron al final de la guerra, muchos habitantes de toda Eorde se presentaron en su casa para conocer qué les deparaba el porvenir, no obstante, ella los rechazó a todos. Quería estar sola, curar sus heridas físicas e internas. Lo que le tocó vivir durante la guerra, ciertamente la había dotado de unas capacidades formidables, pero el precio fue demasiado alto. Tan sólo deseaba estar sola y olvidar. ¡Sí! ¡Olvidar! ¡Qué bonito verbo! Si tan sólo…

-Lo siento Samna. –la disculpa sonó tan triste, profunda y sincera que Samna sorprendida cambió de repente su actitud.– Percibo vuestro dolor, vuestro pesar y todo lo que ha causado la guerra contra mi hermano. Por eso he venido a veros.

-Contadme, ¿qué os atañe? –se interesó la mujer abriendo su puerta y acompañando a su Señor a una sala en la que pudieran charlar relajados.

-Cierto es que la guerra acabó, mas ha causado más estragos de los que creía posibles. –explicó Sansāra con un tono melancólico que sonó algo infantil a la vista de Samna– No solamente en Onyria, donde libramos la batalla final, sino también aquí en Eorde y en el resto de orbes que mi madre creó.

-¡Lo sé! –afirmó Samna apartando la vista para mirar por una de las ventanas del salón en el que se hallaban para intentar evadirse de aquellos horrendos recuerdos– También estuve allí…

-Sí… –confirmó Sansāra con pesar en la voz– Esta horrible guerra ha causado víctimas en todos y cada uno de los rincones del Universo y la culpa es mía. Por eso os pido, mejor dicho, os suplico vuestra ayuda.

-¿Qué puedo hacer yo? –preguntó algo emocionada Samna– ¿Qué puede hacer una mera pitonisa por el Señor del Cosmos?

-No subestiméis vuestra esencia, querida Samna. Recordad que en realidad sois una Guardiana Celestial y en vuestro interior tenéis un fragmento del Alma Etérea de mi madre. –corrigió suplicante Sansāra– Necesito vuestra magia…

-Está bien. –refunfuñó resoplando la mujer– ¿Para qué?

-Como bien estáis experimentando, la guerra ha traído mucho sufrimiento a todos. –explicó Sansāra en un intento por empatizar con Samna– Sé de buena mano que vuestra magia puede alterar los recuerdos y os quiero pedir que cambiemos la memoria de todo el Universo.

-¿¡Cómo!? –se sobresaltó Samna sin comprender y algo asustada– ¿Qué diablos tenéis en mente?

-He pensado que quizás, si eliminamos de la memoria de todos y cada uno de los seres del Universo el dolor provocado por la guerra, todo volverá a su cauce. –comentó entusiasmado Sansāra.– Si no recuerdan el dolor, los seres vivos podrán volver a ser felices.

-Más si no recuerdan el horror causado por esta guerra, quizás en un futuro se puedan repetir estos sucesos. –contestó preocupada Samna– Además, ¿cómo demonios queréis sustituir los recuerdos de las pérdidas de los seres queridos en una guerra? ¿Qué otro tipo de recuerdos queréis implantar?

-Como bien es sabido, un alma que muere en el terreno físico descenderá al reino de Syāma para someterse a la prueba del Inframundo hasta que esté lista para volver a la vida. No podemos romper ese ciclo establecido por mi madre, ni podemos traer a la vida a ningún fallecido, pero sí que podemos cambiar el recuerdo de cómo esos seres queridos se marcharon y poner en su lugar un recuerdo menos doloroso.

-¿Y qué ocurrirá con la remembranza de vuestro perverso hermano? –cuestionó Samna intentando conocer todos los detalles del plan del Dios del Cosmos.

-Pienso que si le olvidan, el poder del Caos perderá fuerza y dejará de ser un problema.

-Así que si nadie se acuerda del poder del Caos, creéis que este menguará, ¿yerro?

-Así es.

Samna reflexionó en silencio unos segundos sin apartar la vista del gran ventanal. Se concentró para intentar conectar con su otro yo, con la Dama Mānas que reposaba en ese fragmento del Alma Etérea de su interior. Necesitaba algún indicio para saber si lo que su Señor le pedía era posible; además quería saber lo más importante que era conocer cuáles podían ser las posibles consecuencias de tamaña empresa. Sansāra la miraba con la impaciencia que tiene un niño antes de abrir un regalo que acaba de recibir; deseaba fervientemente arreglar todas las desgracias causadas por el conflicto con su hermano y tras mucho cavilar, resolvió en que Mānas era la única que tenía capacidad para ayudarle. Era su única esperanza. Si no conseguía lo que quería, cargaría con el peso de la culpa eternamente. Aquella idea le aterraba ferozmente pues sabía de buen grado que las dudas o el miedo eran una puerta perfecta para que el poder del Caos volviera y corrompiera su voluntad.

-Mi Señor, –habló Samna resolutiva– como Guardiana Celestial que soy creo que sí que tengo una respuesta a vuestra petición. No obstante, la tarea que queréis emprender puede que traiga severas consecuencias. Cierto es que el Universo olvidará todo lo que ha ocurrido, mas deberéis estar vigilante para proteger el orden establecido, y tendréis que hacerlo todo solo.

-Entiendo. –respondió obediente Sansāra.– ¿Qué he de hacer estimada Dama Mānas?

-Poned atención. –Sansāra asintió y escuchó atento a la voz neutra y seria de Samna– Primero debéis buscar un orbe antaño bautizado por vuestra madre con el nombre de Terra. Allí, dirigíos a las tierras del Nilo, donde tendréis que buscar un material conocido por el nombre de gypso. Se trata de una suerte de polvo de color blanco que una vez fraguado suele usarse para escribir mensajes efímeros sobre una superficie pétrea y oscura. Después necesitaréis reunir las pertenencias que os queden de quien queráis olvidar y reducirlas a cenizas. Una vez obtengáis esas cenizas, deberéis mezclarlas con el gypso. A continuación, tendréis que añadir siete gotas de vuestra propia sangre e introducir todos los elementos en un reloj de arena vacío. Y finalmente al caer la noche de la próxima luna llena deberéis dejar que la arena del reloj caiga paulatinamente a la vez que recitáis el conjuro que os entregaré.

Samna tendió su mano derecha con la palma hacia arriba. Un brillante destello rosado centelleó y al disiparse apareció un pergamino enrollado y sellado con una arandela de plata. Sansāra tomó el rollo, lo abrió y pudo leer:

Para deshacer lo dicho,

y desandar lo andado.

Para que lo acontecido,

sea aniquilado.

Con este conjuro, futuro y pasado,

al mar del olvido,

quedarán desterrados.

-Repetid el hechizo entre susurros hasta que toda la arena haya caído. –siguió explicando Samna– Después os veréis sumido en un profundo sueño y al despertar, si habéis realizado correctamente el hechizo, el Universo habrá olvidado todo lo que vos queráis.

-Gracias Dama Mānas, más tengo que pediros un último favor.

-¿Qué más puedo hacer?

-Si bien quiero que todo ser viviente en el Universo olvide todo lo relacionado con la guerra, necesito una salvaguardia.

-¿Qué queréis decir? –preguntó Samna sin entender del todo esta nueva petición de su Señor.

-Yo solo no podré mantener el orden, pues hay una tarea que no puedo llevar a cabo ya que mis poderes no son compatibles con ello. –relató Sansāra algo preocupado– Necesito que al menos uno de los Guardianes Celestiales lo recuerde todo pues ese trabajo específico recaerá sobre su poder.

-Recordad que cualquier tipo de magia implica la voluntad del que lanza el hechizo. Sois el Dios del Cosmos, Sansāra, el que ha librado al Universo de ser engullido por el caos. Vuestra voluntad os concederá el milagro que anheléis. Tan sólo debéis desearlo de todo corazón.

Sansāra asintió con el semblante serio, agradeció a Samna una vez más por compartir su sabiduría y se dispuso a marchar para emprender su última hazaña, la que él esperaba que trajera dicha y alejara el dolor. Justo antes de perderse tras el umbral de salida de la casa de la adivina, ésta lo detuvo y le preguntó:

-Mi Señor, ¿puedo saber para quién deseáis la salvaguardia del hechizo del olvido?

-Si bien agradezco todo lo que los Guardianes Celestiales habéis hecho y sacrificado por el equilibrio y por mí, prefiero que nadie sepa quién va a cargar con dicha tarea.

Al terminar, Sansāra desapareció en la espesura del bosque que rodeaba el antiguo caserón de Samna. La mujer lo observó cómo se perdía de vista y concluyó que había llegado el momento de usar una última vez el poder de la Dama Mānas. Cerró la puerta de su vieja casa a esperar la llegada del hechizo del olvido. Ciertamente, estaría preparada para recibirlo.

 

Fragmento del Libro de Sārva.

Enlace

Otro fragmento de los Sueños de Onyria. Esta vez la acción no transcurre en Onyria, sino en otro orbe. Una boda ni más no menos. Si algún día termino de escribir esta locura, este sería el primer capítulo. ¡Disfrutadlo!

Redoblaban campanas de júbilo por toda Eorde, pues en el Reino de Ephiria celebran las tan anunciadas nupcias del Rey Loire y la Princesa Yrena. Las cuatro torres esquineras del Palacio de Ephiria habían sido engalanadas con cuatro grandes banderas rojas cuyos bordes estaban cuidadosamente trabajados con filigranas florales de hilo dorado, obra de los artesanos de la corte que siempre trabajaban con gran arte. Las banderas mostraban con esplendor y orgullo el blasón de la Familia Real de Ephiria: en el centro un obelisco alto y puntiagudo coronado por un cuarto creciente blanco como la nieve y en la parte cóncava de la luna, lucía una generosa estrella mágica de cinco puntas con una de estas apuntando hacia abajo; todo ello exhibido sobre un fondo con forma de escudo protector ladeado de varias estrellas pequeñas bordadas a lo largo de su perímetro. Y para rematar a ambos lados del escudo se podían ver dos angelicales y majestuosas alas blancas abiertas de par en par.

Músicos de toda Eorde estaban repartidos por todo el palacio tocando en una armonía perfecta para honrar los esponsales del Rey y la Princesa. Las mandolinas, las bandurrias, los bodhrán, los acordeones, las harpas, los laúdes, las flautas y los silbatos de estaño se mezclaban con gracia y grandilocuencia invitando a los presentes a festejar, bailar y disfrutar del gran día. El palacio rebosaba de una calidez divina pues la alegría colmaba los corazones de todos los que habían sido llamados a asistir al enlace. Archiduquesas, Duques, Marquesas, Condes, Vizcondesas, Barones, Sires y Señoras de todo Eorde llenaban la sala principal del Palacio Ephiria; además no sólo la nobleza se había personado, sino también muchos de los habitantes de la capital se acercaron al lugar, pues la Princesa Yrena expresó el deseo de compartir su felicidad con todos y cada uno de los habitantes del mundo de Eorde.

En la sala principal del palacio se había dispuesto un fabuloso altar de mármol, decorado con telas rojas y moradas, los colores de la Casa Real de Ephiria y de la Princesa Yrena respectivamente. En ambos extremos del altar había dos grandes ramos de flores variadas, de entre las cuales, en la parte más alta sobresalían cuatro hermosas rosas rojas. En el centro del altar sobre las telas reposaba una cinta de seda blanca, junto a una vasija tallada a mano de una calabaza y dos vasitos de trago hechos de un cristal fino y colorido.

A la espera de la llegada de los novios, algunos invitados murmuraban disimuladamente y otros comentaban alegres sobre la fabulosa iluminación de la sala, producida por el efecto de los rayos del sol que entraban por los magníficos rosetones con decoraciones florales que vestían las paredes de casi toda la estancia. De pronto, la música que sonaba alborozada por todos los rincones del castillo se detuvo al igual que el potente y jubiloso tañido de las campanas de palacio. Los asistentes detuvieron sus conversaciones en seco para prestar atención al umbral de entrada a la sala; todo el palacio y la capital quedaron en un silencio solemne que precedería a la celebración.

La primera en cruzar el umbral de la sala fue Haba, la Vestal de Sansāra, quien oficiaría el enlace. Era una bellísima joven cuya piel era color canela, tenía el rostro redondeado, una nariz recta y regia, unos preciosos y enormes ojos verdes que brillaban con serenidad, una larga melena de ébano, bien rizada y frondosa cubierta por un velo de tul blanco que tenía engarzados con gran destreza varios pequeños brillantes blancos; además, la muchacha poseía un porte elegante y suelto. Llevaba un vestido blanco que dejaba sus hombros al descubierto al igual que sus pies que llevaba descalzos; en la cintura tenía una gallarda y gruesa cuerda dorada anudada a su lado derecho que le daba un aire excelso. En sus brazos, concretamente a la altura de los codos, llevaba dos manojos de elegantes aros dorados que tintineaban a cada paso que daba. De su cuello, colgaba una discreta joya de cristal tallada en forma de lágrima con una cadena también de oro. En su mano derecha sujetaba un ramo de brezo de lavanda blanco. Caminó hasta estar frente el altar, una vez delante se arrodilló y unió sus dos manos situando el brezo de lavanda blanco a la altura de su frente. Cerró los ojos y rezó. Rezó al Señor del Cosmos, Sansāra para que bendijera el lugar, la ceremonia que iba a sucederse, los futuros esposos, los asistentes y todos los habitantes de Eorde no presentes. Cuando terminó, se levantó, separó las ramas de brezo de lavanda blanco y las dispuso ceremoniosamente una a una, de izquierda a derecha sobre las telas rojas y moradas del altar. Después lo rodeó y se puso frente a éste mirando a los asistentes. Retiró de su pelo con delicadeza, el velo de tul blanco que retorció hasta convertirlo en una cinta ancha; después, usando ambas manos juntó su espesa y negra melena en una cola que ató con la cinta de tul tras lo cual posó las palmas de sus manos sobre el altar y con aire solemne pronunció: “¡Qué dé comienzo el enlace!”

Fue entonces cuando el Rey Loire de Ephiria entró al salón principal a la vez que los músicos de toda la corte retomaban su tarea, no obstante la melodía que ahora tocaban era una honorable y rítmica marcha militar cuyo compás acompañó a su Majestad hasta el altar. El monarca desfiló elegante luciendo un atuendo ceremonial especialmente diseñado para ocasiones de tal importancia. Se trataba de una armadura plateada con todos y cada uno de los bordes que conformaban las articulaciones, decorados con hendiduras de oro. La armadura estaba formada por un gorjal que llevaba cuidadosamente grabado el escudo de la familia real sobre cada uno de los pectorales. Las hombreras en sus extremos laterales estaban copadas por unos picos, un tanto curvados hacia adentro, en forma de alas de las cuales colgaba una tela fina y elegante de color rojo a modo de capa. La loriga terminaba en un volante de cuero teñido de dorado y rojo, bajo el cual el rey llevaba un sobrio pantalón negro. También portaba unas grebas y unos escarpines puntiagudos y distinguidos. En su cabeza, el rey portaba una vistosa corona de plata que quedaba especialmente harmoniosa con su larga melena ondulada y rubia. El Rey Loire de Ephiria se paró frente al altar y sonrió a modo de saludo a la Vestal quien le devolvió la sonrisa con un deje de alegría en la mirada. Haba, alzó su mano derecha en el aire e hizo un ademán rápido cerrando el puño, a lo que los músicos respondieron rebajando gradualmente el volumen de sus notas hasta quedar de nuevo en silencio. La Vestal posó otra vez ambas manos sobre el altar y una nueva música arrancó, siendo esta vez una alegre tonada que invitaba al baile. Siguiendo el ritmo de esta festiva música, Haba tomó la calabaza para sacudirla y acto seguido verter con gracia el brebaje que ésta contenía en uno de los dos vasitos de cristal.

Mientras Haba se bebía de un trago el contenido del vaso, la Princesa Yrena se personó en la sala cruzando el mismo umbral que su prometido. Normalmente, la fastuosa presencia que tenía aquella bellísima mujer solía acaparar la atención de todos los presentes; como era de esperar en esta aparición pública todos quedaron más que extasiados, mucho más que de costumbre. La Princesa Yrena vestía un esplendoroso, elegante y largo vestido de chiffon rojo, con un magnífico y vertiginoso escote tipo barco que acentuaba sus ya de por sí divinos rasgos físicos. Su gallarda vestimenta deslumbró al público con los sobrios volantes que colmaban la falda y con los brillantes abalorios que decoraban los bordes de la tela con motivos florales. Yrena llevaba un peinado acorde con sus galas: tenía su larga melena castaña recogida en un perfecto y esférico moño copado con una bellísima y trabajada trenza la cual había engalanado con una diadema de dalias rosadas. La refinada Infanta desfiló por la sala acompañada por el frufrú del vestido, hasta que llegó frente al altar donde su prometido la esperaba con el corazón colmado de felicidad. Yrena saludó al Rey con una sonrisa regia y se giró hacia el altar frente a Haba a quien saludó guiñándole un ojo.

La Vestal de Sansāra levantó sus manos del altar, las volteó con las palmas hacia arriba pidiendo al Rey y la Princesa que las uniesen a las suyas. Tras darse la manos, Haba pronunció solemne: “Ephirianas y Ephirianos, habitantes de toda Eorde, Damas y Caballeros, Niñas y Niños, en este venturoso día nos hemos reunido en la Sala Principal del Palacio de Ephiria, la morada de nuestro amado Rey Loire para celebrar la unión entre nuestro monarca y la Princesa Yrena. Unión que será bendecida por los poderes que me han sido concedidos como Vestal Sagrada del Todo Poderoso Sansāra.” A continuación Haba unió las manos del Rey y la Princesa, tras lo cual tomó la cinta de seda blanca que había sobre el altar y la anudó a sus muñecas grácilmente con un precioso lazo. Acto seguido la Sacerdotisa Sagrada tomó la vasija de calabaza para volver a sacudirla con brío y después servir su contenido en los dos vasitos de trago de cristal fino. Ella tomó un nuevo trago y ofreció a los novios el otro mientras habló: “Así como el brezo de lavanda blanco sobre sus colores les brindará protección contra enemigos, el color del vestido de la novia traerá prosperidad y las dalias felicidad, nueve tragos por los esposos han de ser tomados, pues la suerte los acompañará si comparten de un número impar el contenido exactamente igual para cada uno.”

Con la mano que aún tenía libre, el Rey Loire ofreció a la Princesa Yrena el primer trago quien lo bebió sin respirar, tras lo cual dejó el vaso sobre la mesa con un sonoro golpe a la vez que profería un alarido gutural y festivo. Acompañando ese gesto, los músicos de la corte volvieron a tocar una pieza jubilosa y rítmica. Haba sirvió un segundo trago en el vaso y esta vez fue la Princesa Yrena que se lo ofreció a su novio, quien con una sonrisa picarona bebió de una vez el licor, profiriendo acto seguido un escandaloso pero jaranero rugido. Continuaron ese ritual hasta que ambos hubieron bebido cuatro vasos cada uno del licor que les ofrecía la Vestal Sagrada. Así pues, Haba sirvió el noveno vaso el cual fue compartido por los novios de forma totalmente equitativa. A continuación Haba retiró la cinta de seda blanca de las muñecas de los novios y proclamó: “¡La Divina Providencia del Todo Poderoso Sansāra ha revelado que los novios tendrán una vida próspera y feliz! Así pues, por el poder que me ha sido otorgado, yo Haba, Vestal Sagrada de Nuestro Señor del Cosmos, os declaro Unidos en Matrimonio ¡Podéis besaros!”

La Princesa Yrena y el Rey Loire se fundieron en un romántico beso rodeado de los aplausos de todos los presentes y acompañados por la grandilocuente música que seguía sonando. Haba rodeó el altar para ponerse frente a los esposos; en sus manos llevaba los dos vasos de cristal. “Majestades, aquí tenéis los vasos de vuestra unión. Debéis romperlos contra el suelo para conocer cuán grande será vuestra felicidad”. El Rey Loire agarró uno de los vasos y lo entregó a Yrena. Después agarró el segundo. Los recién casados se miraron con felicidad mientras Haba se hacía a un lado. Los esposos alzaron los vasos para seguidamente estrellarlos contra el suelo. Ambos vasos estallaron dejando en el suelo siete trozos irregulares que centelleaban con varios colores por el efecto de la luz de la sala. La Sacerdotisa, tras contar los pedazos de cristal proclamó: “¡Siete serán sus alegrías!” A lo que todo los presentes respondieron con gritos alegres y cantos divertidos. Tras la ceremonia, se celebró un banquete en palacio en el que hubo grandes panes horneados con motivos florales especialmente creados para la ocasión por los panaderos de la capital Ephirianka, platos de un exquisito bacalao de las costas norteñas de Winteria, asados de caza mayor de los frondosos bosques de Dantaria; delicias de hojaldre endulzadas con la miel y los frutos secos del país de Aridia además de los vinos y los licores más célebres de las Islas Ardientes.

Fue una celebración recordada por muchos años, pues se escribieron canciones y poemas loando los actos de la boda que duró tres días con sus tres noches. El matrimonio del Rey Loire de Ephiria y la Princesa Yrena fue realmente feliz durante largo tiempo, sin embargo, tan sólo dos días después de las nupcias, en el corazón de la Princesa se instaló una aciaga sombra, la cual amenazaba con crecer y crecer hasta devorar toda aquella alegría.

Fragmento del Libro de Sârva